domingo, 3 de octubre de 2010

TALLER DE NARRATIVA IMAGO MUNDI / INSCRIPCIONES ABIERTAS


“EL ARTE DE NARRAR”

Dictado por la escritora y poeta Mharía Vázquez Benarroch.


Taller de narrativa, un taller de escritura, donde por medio de ejercicios se analizan las herramientas necesarias para afrontar la escritura del cuento, el relato y la novela.

La idea es que el taller sirva de base para la concepción de un libro de narrativa.

Se trabajará la Morfología del Cuento; la estructuración de los personajes y la anécdota; cuando una historia da para un cuento, o para una novela; voces narrativas y estilos; estructuras y tipos de finales; el cuento vs la novela; se hará una lectura actualizada de los autores fundacionales de la narrativa venezolana, latinoamericana y mundial (Meneses, Adriano González León, Pedro E. Coll, Federico Vegas, Onetti, Borges, Cortázar, García Márquez, Manuel Rivas, Antonio Muñoz Molina, Piglia, W.Faulkner, Raymond Carver, etc).

Se trabajará sobre los textos de los integrantes del taller escritos en base a ejercicios narrativos.


La duración del taller es de 3 meses.

Comienza el Jueves 28 de Octubre y termina el 17 de Febrero de 2011.

Jueves de 3:00 a 6:00 pm

Se descansa en el mes de Diciembre.


Las personas interesadas pueden llamar al 961.48.46, para inscribirse y mayor información.

viernes, 24 de septiembre de 2010

PLENILUNIO / MHARÍA VÁZQUEZ BENARROCH


Dedicado al Comisario Ramón Rivero Blanco.

“La muerte es dulce, pero su antesala cruel”

CJC.

La mano del comisario tembló levemente, como un presentimiento.

El rostro pálido bajo la sábana levantada parecía contemplarlo, y cerró los ojos para evocar esa carne elástica, dulce y colérica que no había llegado a ser amor, sino tan sólo algo de tiempo y algunas sorpresas.

Se detuvo en la palabra amor con aire reflexivo. Un recipiente hueco, difícil de llenar…y los ojos de tibio cadáver se abrieron inesperados, como quien regresa sorprendido del sueño de la muerte, mirándolo como esa muchacha de ojos inmensamente abiertos bajo la lluvia, que una noche le habló de sus tías muertas en Auschwitz, del libro de rezos encontrado en un anticuario de Holanda, de los escuadrones de la muerte y de que nunca enseñaría a sus hijos a desconfiar de Dios. Pudo volver a leerlo todo en esos ojos de ópalo furioso que una vez lo miraron burlones y violadores…y un aroma de musgo selvático lo envolvió, recordándole el sexo joven, rosado por la excitación y el orgasmo, que había tenido en sus manos apenas una hora antes.

Al conocerla, fue torpe, procaz. En contra de su costumbre de halcón de gestos precisos y exactos, no la midió. La deseó con brutalidad y desde el primer momento perdió la calma. Ya no era el hombre calculador y preciso que hacía temblar a los ejecutores, que lo miraban ir y venir con gestos nerviosos, a él que tanta sangre había acumulado sobre su inmaculado pañuelo en los interrogatorios que lo llevaron rápidamente al puesto de Comisario General.

Era cruel, de una crueldad refinada, barnizada por la cultura bebida como por ósmosis en cada una de las mujeres que habían sido sus amantes. Torturaba en los interrogatorios rápido y eficaz, hasta quebrar a los detenidos, sin regodeos y a veces hasta con asco.

En la Casa Grande, todos sabían cuándo interrogaba, porque los gritos de los detenidos se ahogaban bajo el enorme maremagnum del Réquiem de Mozart, inundando las celdas como un aluvión, asfixiando en su propia respiración a quienes tenían la desgracia de pertenecerle hasta la muerte, y aún más allá.

Escogía a sus guardaespaldas como quien selecciona una fruta madura, y a sus mujeres, sus amantes de paso, siempre altas, de pezones duros y pechos generosos, por su capacidad de hacer el amor ininterrumpidamente durante horas y horas…Por eso, a ella, tan distinta, la amó desde un principio. Por esa sensualidad escondida, esa sabiduría salvaje de su cuerpo, para hacer el amor tan, pero tan lentamente…y la mano del comisario volvió a temblar al recordar el encuentro del deseo, el primero y más hondo de todos los encuentros. Sus cuerpos en reposo, envueltos en la oscuridad, mientras en la autopista los coches pasaban sin cesar. Sus cuerpos siameses en la brutalidad de la penetración, muslos y manos cruzándose en un torbellino de almohadas, sábanas y carne confusa. Su túnel delicado e implacable, guiándolo en la oscuridad hasta su centro. Su lengua resbalando, alargándose en el fondo de la boca, húmeda y caliente. Fragmentos de tiempo, aroma de té, deseo, caracol en el caracol, entrando en su pelo, en su rostro de niña renacentista, hundiéndose alegremente en esa lenta humedad que se entreabría contra la piel, en la más oscura de las apuestas del placer. Su sexo resbalando cálido y viviente sobre la mano, lamiéndose el uno al otro como delfines bajo el agua, mojando las sábanas con la urgencia del deseo, en el límite del amor, al borde del cansancio, con esa tristeza y sus cabezas de hydra, espantando al sueño luego de haber llegado al cansancio…

El Comisario despertó.

Con la luz atravesándole los ojos sin piedad. Con el cerebro sediento y un inmenso latido sobre su cabeza. Con el olor de Malena gravitando sobre su cuerpo y el arrobamiento de contemplarla muda e inocente en medio del sueño. Durmiendo con la paz de una conciencia sin apuntes y sin violencias, mientras él levantaba su mano para colocarla delicadamente sobre el cuerpo de ella, atenta y sin movimiento. Malena, bella durmiente sin compromiso, conociéndole más que nadie, conociendo su caminar agitado de ladrón de almas, el mismo caminar que sus “muchachos de la Casa Grande” detestaban al ser sus guardaespaldas, porque siempre los forzaba al máximo, como ahora que entraba al Gran Hotel, a paso rápido y desacompasado.

La lluvia había parado y en medio del agobio de Junio, todavía estaba sentado allí unas horas después. Bajo el techo magnífico de espejos modernistas, aturdido por la comida del banquete, la bebida y las alabanzas más que hipócritas. Entre sus dedos, esos dedos de piedra pómez y manicura costosa, se movía un anillo, el anillo que le había regalado Malena en Roma. Sumido en el sueño de la tarde caliente y agobiante, fracasaba en su intento de registrar muchas de las palabras del Jefe Mayor. A lo largo de la gran mesa y a uno y otro lado, se encontraban veintitantos jóvenes detectives, suspendidos del techo por el humo de los cigarrillos y el fastidio del acto protocolar. El Comisario le devolvió la mirada a uno de ellos al azar, y vio en sus ojos el respeto de siempre. En sus ojos, como en los de todos los que lo conocían y padecían, siempre había para él la cumbre de la envidia y el respeto cauteloso, aleteante de miedo.

Se llevó el whisky de 12 años a los labios y sintió un temor crudo. Se le apareció de nuevo la adolescencia, su violencia demorada, la entrada a los estudios de policía, la paranoia intermitente que le permitía estar allí sentado oyendo los ruidos de su cuerpo, detestándose una vez más a sí mismo, mezquino, miserable, cruel, torpe y capaz de dañar a cuantos le amaran, con su saña característica, con resentimiento, con la frialdad que lo acusaba y lo castigaba separándolo siempre de lo que más quería…y una vez más, como en secuencia vertiginosa, recordó excitado hasta la médula a Susana, penetrada hacía más de un año en su desahuciado cerebro, y a la otra arpía, seductora y cimbreante, vendiéndole por treinta monedas las mentiras y las medias verdades que lo perseguirían algún día ante el posible chantaje de sus enemigos, mientras él las traspasaba, intoxicadas por la congestión de todos los orificios, saturadas de sexo y cocaína, la meretriz y la arpía menor haciéndose el amor, lengua sobre lengua, mientras él las veía sereno y lúbrico, mientras él mentía y desgarraba.

Piensa una vez más en la maldita moneda de cambio que es el sexo, y se alegra de haber cobrado su deuda al máximo. Ellas, como muchos otros, no conocían como él, el precio que se paga por estar a su lado. Ellas como muchos otros, carecían de moral y de memoria y estaban destinadas al vertedero, una vez que él terminara de utilizarlas.

Se revuelve inquieto el Comisario. Ya no puede aguantar más los ruidos de su cuerpo, que parece estallar por la indigestión del banquete, mientras oye sólo fragmentos de un discurso ilustrativo y patriotero, que le reafirma en su asco por los políticos…” Y es por todo esto que constituye un honor y un placer para mí, entregar a nuestro más joven Comisario General, esta placa de reconocimiento…”

Recogió la placa, estrechó manos, sonrió con su expresión deliberadamente tonta de compromiso asumido, la que utilizaba para las secretarias del presidente del Estado, para los negociantes y los ricos sin remedio, y se sentó de nuevo. Alguien propuso que hablara, y se puso pesadamente de pie, dándose cuenta de que no estaba seguro de cómo seguir el protocolo. Conteniendo los nervios y el fastidio comenzó con un corto “Gracias”, y hubo un notorio relajamiento de hombros y traseros. Todos supieron que iba a ser breve y mordaz como cuando daba clases en la Academia de Policía…se vería arrollado por su propio impulso, hasta llegar al final del discurso en un solo empujón.

Luego hubo brindis diversos, y se sorprendió a si mismo joven y solitariamente feo, recibiendo el aliento apestoso a cebolla del Comisario Iglesias, ese que con cierta frecuencia lo acompañaba en los interrogatorios, un hombre demasiado bajito, con bigotes de escarabajo y ojos sorprendentemente azules, que se había hecho famoso por amargarle la vida a los de la inteligencia del DAS colombiano.

Envuelto en un maremagnum de necedades propias de los actos políticos ya tradicionales del nuevo estilo de gobierno, quería salir y no lograba llegar hasta la puerta…ella lo esperaba serena y complaciente, y él seguía tratando de llegar a la puerta, fría y desesperadamente.

Finalmente, con un último y pegajoso gracias, pudo llegar hasta el coche, sin placa meritoria y sin admiradores. Un viaje inútil hasta eso que llamaba su casa, mientras Molina su chofer, manejaba como cochero del Diablo, saltando a la autopista desde el trampolín del acelerador, en una suerte de apoteosis del vértigo, dejando atrás la ciudad y su tráfago, mientras el pensaba en el cuello ardiente de Malena, en el sexo rubio de Malena, caminando segura sobre sus altos tacones, con su aroma siempre fresco de flores bucólicas y sus dedos llenos de joyas caras. Malena, en New York y en Paris, rodeada siempre de feos y de ricos, de luz flotante sobre la seda trigo de su pelo, con su blanca piel de vino de Burdeos.

El Comisario contempló el paisaje barroco de la clase media desfilando junto a la ventanilla del coche y se llevó la mano a la ingle, para detener la erección que el recuerdo de Malena le provocaba. Sintió su risa tintineante como un espejismo y volvió la cara rápidamente para confirmar si ella realmente estaba a su lado, despertando como desconcertado del ensueño de la semivela dentro del tráfico.

En el ascensor, se vio alto y grueso desde el espejo, como dispuesto a hablarse de esa mujer que lo esperaba silenciosa. Se vio a sí mismo, otro maldito imbécil empalado en la rutina, contemplándose al espejo, principesco y desde ya envejecido, con los ojos húmedos de deseo, tras los lentes oscuros. Sonrió masticando suavemente su tristeza de animal acorralado y sacó las llaves con un gesto lento y cansado.

Desapareció por el pasillo del apartamento, con ligereza de amante, como quien hace equilibrios sobre la cuerda floja. Lanzó un suspiro ante la puerta del estudio y se volvió instintivamente para ver si alguien lo seguía, sin poder vencer la fuerza de su acostumbrada paranoia. Retrasó su entrada. Su alma perversamente independiente había rechazado las mieles del éxito y ahora pedía su precio, lejos del mundo aturdido y embobado de la política.

-Nunca, nunca más- se dijo a sí mismo, tratando de no dejarse atrapar por las frentes simiescas, los dedos prensiles y los labios retorcidos de aquella muchedumbre halagándole que había dejado en el Gran Hotel.

El humo de sus gestos, la rapidez con que van muriendo sus cejas, el conocimiento antiguo de su torva mirada, todo eso lo convierte en el ángel de la muerte… Abrumado por la certeza del aburrimiento, ensaya un exorcismo. Su mirada se cuelga del techo y se dispone a huir, mientras escucha pasos y murmullos en el piso de arriba. Un hombre rendido a la ilusión del poder, que se apura cuando debe ser paciente y es paciente cuando debe apurarse. Para sobrevivir debe comprender que podrían venderlo por treinta monedas y que el poder que ha conquistado no será nunca verdaderamente suyo. El ángel de la muerte es un hombre y está muerto por dentro, ya nada tiene que perder, es su noche del alma. Ya lo peor pasó. Lo ha presenciado todo y viene dispuesto a la muerte. Aún conserva el miedo que hace que su mano tiemble levemente de deseo.

El ángel de la muerte toca la única melodía que conoce…levanta la sábana benevolente, tenso. La había conocido y amado con violencia. Le había dado su magra ración de amor y por eso le habló suavemente al oído…¨ No hay ternura ni dioses, no existe nada humano en lo que nos rodea. Sólo algunos venenos para el alma y mucho, mucho placer. Un dulce abrazo aunque breve, estaremos juntos para siempre querida”…

Y entonces, porque las condiciones del pájaro solitario son cinco: la primera que va a lo más alto; la segunda, que no sufre compañía alguna aunque sea de su naturaleza; la tercera, que pone el pico al aire; la cuarta, que no tiene determinado color; la quinta, que canta suavemente…Y entonces, el Comisario, tomó el escalpelo, con cuidado, para destazar delicadamente la piel de su amante, jirón a jirón, rodeando exquisitamente cada músculo para no desperdiciar ni gota de sangre, tal como lo hacía sabiamente una vez al año, todos los años en una noche de plenilunio...la luna de los demonios, de los vampiros, de los asesinos, plenilunio de los solitarios que se alimentan de sangre.

Un crimen ritual, para cada una de sus amantes en una noche intensa de plenilunio… Aquí y ahora. Un crimen que lo limpia de todas las culpas y pecados. Que lo limpia de lo que Malena, cuando vivía, antes de convertirse en esta piltrafa de carne destrozada, princesa bañada en linfa y hiel desesperante, de lo que Malena, cuando luchaba contra la vieja Salamandra de la muerte, y él la enredó entre sus brazos, sedándola suavemente… Lo que Malena, tonta, inocente, propicia, no dudaba en llama la Soledad del Comisario.

jueves, 5 de agosto de 2010

TALLER DE POESÍA IMAGO MUNDI / Inscripciones Abiertas

Taller de poesía IMAGO MUNDI 2010

de Mharía Vázquez Benarroch.

La duración es de tres meses, a partir del 1 de Septiembre de este año.

Las reuniones se harán los miércoles de 3 a 6 pm.

No es un taller de lectura de poesía, es un taller de escritura, donde por medio de ejercicios se analizan las herramientas necesarias para afrontar la escritura de la poesía, ya sea en prosa o en verso. La idea es que el taller sirva de base para la escritura de un libro de poemas, que será producto final del taller.

Abarca más de 30 autores fundamentales venezolanos (Montejo, Crespo, Cadenas, María Calcaño, Hanni Ossott, Ramos Sucre, Enriqueta Arvelo, Patricia Guzmán, Armando Rojas Guardia, etc) y más de 10 autores internacionales fundamentales. Es un taller de ejercicios, no sólo de lectura, y es para un nivel básico.

De los integrantes del Taller, en 2008 han ganado premios de poesía: Leonardo González, Beatriz Calcaño, María Dayana Fraile . En 2009: Linsabel Noguera y Acuarela Martínez. En 2010: Carlos Suñer.

Quienes estén interesados llamar al 961.4846, para que reciban la información detallada de autores y metodología, costos y lugar de reunión.

domingo, 31 de enero de 2010

IN MEMORIAM TOMÁS ELOY MARTÍNEZ.



ESTA MADRUGADA HA MUERTO MI GRAN AMIGO Y MAESTRO TOMÁS ELOY MARTÍNEZ.
IMPOSIBLE HABLAR DE ÉL, EN MOMENTOS EN QUE EL CORAZÓN ES UN NAUFRAGIO, Y COMO DIRÍA MIGUEL HERNÁNDEZ, "TANTO DOLOR SE AGRUPA EN MI COSTADO, QUE POR DOLER ME DUELE HASTA EL ALIENTO".
Mh
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EL UNIVERSAL

CIUDAD DE MÉXICO DOMINGO 31 DE ENERO DE 2010

Tomás Eloy Martínez, periodista y escritor, nació en la ciudad de Tucumán, Argentina, en 1934.

Se graduó como licenciado en Literatura Española y Latinoamericana en la Universidad de Tucumán. En 1970 obtuvo la Maestría de Literatura de la Universidad de París.


Desde 1984 hasta 1987 fue profesor visitante de la Universidad de Maryland.

Impartió seminarios y conferencia en las universidades de Londres, Yale, Princeton, Harvard, New York, Boston, Washington, Seattle, la Universidad de Pensylvania, Columbia entre otras.

Entre 1975 y 1983, durante la dictadura militar argentina, vivió exiliado en Caracas, Venezuela, ahí trabajó como periodista en el diario La Nación, semanario Primera Plana, editorial Abril, semanarioPanorama y diario La Opinión.

Ya en Caracas fue editor de un suplemento de literatura del diario El Nacional, fundando después elDiario de Caracas en 1979, del que fue jefe de redacción.

En 1991 participó en la creación del diario Siglo 21 de Guadalajara, México, que salió durante siete años, hasta diciembre de 1998.

Su primer libro fue un ensayo sobre cine "Estructuras del cine argentino" en 1961.

Le siguieron: la novela Sagrado (1969); el relato La pasión según Trelew (1974), los ensayos Los testigos de afuera (1978), y Retrato del artista enmascarado (1982); la colección de relatos Lugar común la muerte (1979); las novelas La novela de Perón (1985), La mano del amo (1991) y Santa Evita en 1995, la novela argentina más traducida de todos los tiempos y considerada por muchos como su obra maestra.

En 2002 ganó el codiciado Premio Internacional Alfaguara de Novela por su novela El vuelo de la reina.

Es también autor de diez guiones para cine, tres de ellos en colaboración con el novelista paraguayo Augusto Roa Bastos, y de varios ensayos incluidos en volúmenes colectivos.

El Purgatorio (2008), su última novela, cuenta la historia de una pareja separada por el terrorismo de Estado en 1976 que vuelve a encontrarse 30 años después, relato con el que intentó recuperar los años que vivió lejos de un país que nunca dejó de obsesionarlo.

En ese mismo años se le entregó el Premio Cóndor de Plata a la trayectoria que entrega la Asociación de Cronistas Cinematográficos de Argentina, la distinción en su tipo más importante del país.

El premio fue por su trayectoria dentro del periodismo y la crítica cinematográfica.

En 2009 resultó premiado con el Ortega y Gasset de Periodismo a la trayectoria profesional.

Tomás Eloy Martínez es uno de los periodistas y escritores argentinos más relevantes de finales del siglo XX y principios del XXI.

A partir de 1996 y hasta su muerte, fue columnista de La Nación. Sus artículos también se publicaron en The New York Times y en El País.

martes, 26 de enero de 2010

IN MEMORIAM JULIO CÉSAR MÁRMOL



JULIO CÉSAR MÁRMOL: “O MIO CARO”

Siete de la mañana, un día cualquiera de la semana. Al entrar en la casa, un aroma de café arrasándolo todo, fundando el mundo de nuevo. Todos duermen aún, sólo los pasos precisos del Jefe se mueven por la casa que amanece. En la cocina, fascinado por el dulce canto enamorado de sus canarios, Julio César Mármol se muestra pensativo. “ Buenos días, padre”, le saludo cariñosamente, ya hace un año que trabajo junto a él, tejiendo en filigrana diálogos de telenovela, “Dios te bendiga mija…te sirvo café, porque hoy es un día duro, tenemos que matar al mayor de los Zambrano”, suelta jocoso. Su canario favorito suelta a cantar aun más alto, y me interroga Mármol. “¿Sabes por qué canta tan bello?, niego, entonces me responde con uno de sus suspiros tristes tan característicos, “Canta por amor, por soledad, por intemperie, canta por el amor que no tiene, ese amor que sabe imposible…como nosotros, que en cada historia cantamos al amor que no existe, y como escritores lo único que nos queda es cantarlo bellamente”. Confieso con vergüenza que corrí a anotar el diálogo, como muchas de las cosas que él nos decía en el día a día de la escritura.

Cada mañana sin pausa, bajo la melodía de cualquiera de sus óperas favoritas, casi siempre Puccini, o si su humor amanecía contento oyendo tangos o rancheras, escribíamos las peripecias de Corazón Salvaje, la protagonista de PURA SANGRE. Bajo el duro tabletear de las máquinas de escribir, se oía a Mármol consultando con Manuel González, su cómplice en el crimen, si para el capítulo siguiente estaría bien acelerar la trama, o si con los numeritos del rating podían solazarse con una escena de amor, para hacer que se enamoraran todas las mujeres del país, y de repente nos espetaba, muerto de risa: “Esclavos, muévanse, que están lentos…a ver, qué aria es esta y quién la canta?”, y nos daba de ipsofacto una clase magistral de ópera y de historia, hundiéndonos con su vastísima cultura.

Hoy, cuando ya lo hemos perdido y lo lloramos, quiero recordarlo así, como lo ví durante varias telenovelas, día tras día, trabajando con él y sus hijos, a quienes enseñaba pacientemente el difícil oficio de la telenovela…oyendo a Turandot y cantando las arias del Tenor, como cuando cantaba con Alfredo Sadel, y su futuro no era una telenovela si no ser un gran tenor de ópera; citando a Shakespeare, de memoria, para ilustrarme la intensidad que debería tener una escena; jurando a dios como Neptuno urgente, cuando algo le hacía enfurecer y su naturaleza de Tauro salía a cornearnos a cualquiera de nosotros, tunantes ignorantes; dulce miel y pacífica ternura al acercarse alguno de sus nietos, que hacían que sus ojos azules brillaran como joyas…humano quiero recordarlo, con los gestos cotidianos de fumar, de mandar a comprar sus colecciones al kiosco, de luchar contra la Diabetes para ganarle la partida todo el tiempo, escribiendo pudoroso los poemas que llevaba por dentro y que en veinte años no se había atrevido a esbozar, por miedo a la cursilería que tanto detestaba.

Citar su valía como escritor de grandes telenovelas, su amistad inmensa con José Ignacio Cabrujas, o su profunda vocación democrática, es redundar, eso se lo dejo a los otros, a los críticos, a los historiadores. Yo me quedo con la tierna mirada del oficiante de la escritura, con su cariño agreste y desenfadado, con esos ojos alegres e inmensamente azules, te decía al ver una escena bien escrita: “O mia cara, esta noche cantan los ángeles”.

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Julio César Mármol, es uno de los grandes nombres de la telenovela latinoamericana. En la madrugada de hoy. con 67 años recién cumplidos, nos ha dejado. Estas palabras son mi despedida, al hombre que más que un jefe fue un padre y un maestro para mí.

Mh. Vázquez Benarroch

viernes, 15 de enero de 2010

SABEMOS QUE NO SOMOS NADIE / ENTREVISTA A LA POETA VENEZOLANA MARGARA RUSSOTTO





Sabemos que no somos nadie

Entrevista a Márgara Russotto

Roland Forgues


Con Yolanda Pantin, Verónica Jaffé, y algunas más, Márgara Russotto es ciertamente una de las voces más importantes de la poesía venezolana actual. Nacida en Palermo, Italia en 1946, muy pronto, a comienzos de la década del 50, emigra con su familia a Venezuela. Allí cursa sus estudios secundarios y superiores antes de ejercer la función de profesora universitaria, investigadora y crítica literaria en distintos lugares del país, y también del extranjero, como profesora visitante. Su pasión por la creación literaria la lleva a publicar varios libros de poesía: Restos de viaje (1979)1, Brasa (1979)2, Viola d'Amore (1986)3, Épica mínima (1996)4, ganador de la Bienal José Antonio Ramo Sucre, hasta El diario íntimo de Sor Juana (poemas apócrifos) (2002)5, pasando por un largo poema, «La gran precipitación», escrito en Caracas en el 2001 y publicado en la revista cubana Casa de las Américas.

Aprovechando la tradición de la poesía venezolana sólidamente establecida por Enriqueta Árvelo Larriva (1886-1961) y María Calcaño (1905-1956), Márgara Russotto logra en su poesía entablar un diálogo fecundo entre tradición y modernidad, viniendo a constituir sus versos una lírica donde se combinan armoniosamente la poesía clásica española, la poesía contemporánea italiana, y las formas líricas espontáneas de América.

Todo ello para resaltar la continuidad de la Historia, y más precisamente la historia de la Mujer, promover el diálogo entre los géneros y propiciar la igualdad de los sexos que es probablemente una de las preocupaciones clave de la búsqueda poética y crítica de la escritora y ensayista venezolana.


Roland Forgues: Además de poeta, eres también profesora universitaria y crítica literaria. En varios artículos y ensayos, como Tópicos de retórica femenina, por ejemplo, has reflexionado sobre la crítica de género, y en especial sobre los conceptos de estética y de escritura femeninas. Por ello para empezar me gustaría que me sintetizaras tu acercamiento a dichos conceptos.

Márgara Russotto: Hay diferentes modos de entender esos conceptos. El de «estética» en particular, tiene una larga historia que comienza en la filosofía y protagoniza diferentes controversias a través del tiempo. En sentido estricto, son categorías que intentan definir un tipo de producción artística, tomando en consideración el género del sujeto productor. Algo que no solía interesar a la crítica oficial, hace cincuenta años. Digo género y no sexo, por cuanto se trata de categorías culturales: —de cómo es vivida la condición sexual en determinadas culturas; y, en este caso, la de la mujer. Y digo crítica oficial, porque, en cambio, las mujeres —artistas, intelectuales y estudiosas de todas las épocas— siempre han tenido conciencia de esa importante noción y de su instrumentación crítica para el estudio de la cultura y la sociedad. Pienso que, como todo concepto teórico, es siempre más amplio que cualquier performance concreta, y a la vez siempre más corto (insuficiente, diría yo) para explicarla sin caer en cierto reduccionismo. Pero hoy sería inconcebible un estudio sobre cualquier aspecto de la realidad, no solamente literario o artístico, que no tomara en cuenta la profundidad histórica de la problemática femenina; del pensamiento femenino, de la educación y cultura femeninas, de sus distintos modos de participación política, de sus aportes teóricos, estéticos, literarios. Tanto es así, que en las universidades de avanzada —y en muchas otras que no lo son también— existen cursos y seminarios sobre esas «disciplinas» que nos ayudan a leer el mundo de otra manera, a entenderlo de forma más democrática y compleja. Sigue siendo urgente difundir y profundizar ese conocimiento que nuestras abuelas susurraban a escondidas.

¿En qué medida piensas que el concepto de género es una herramienta operatoria productiva para la aproximación a la creación literaria de mujeres en América latina?

La cuestión del género es una constante obsesiva en nuestra contemporaneidad. Tanto los escritores como los críticos tienen conciencia de que lo femenino o lo masculino, ser hombre o ser mujer, determina el punto de vista de cualquier texto y de cualquier proceso de significación. El género se problematiza constantemente en las relaciones sociales y familiares, en la organización misma de las instituciones, y en la intimidad de nuestra vida personal. Convertirlo en herramienta operatoria productiva, como bien dices, significa exponer sus mecanismos de racionalización, de ataque y defensa (se ha hablado de «guerra de los sexos», ¿no es cierto?), de poder y subversión. Significa historiar el modo como esos mecanismos influyen en la creación literaria de las mujeres, tanto en América Latina como en otras regiones.

En tu caso personal, ¿cómo insertarías tu poesía en esta problemática de género ? Y , ¿cómo la situarías más específicamente en el marco de la poesía venezolana escrita por mujeres?

La problemática de género es un aspecto importante en mi poesía, pero no es el único, y pienso que ha sido erróneamente sobrevalorado. Es cierto que todo lo que está allí tiene voz de mujer, y que se quiere dar testimonio de esa voz, como no podía ser de otro modo. Pero ello se hace en medio de una perplejidad constante, y también una celebración, y un desparpajo, y una feroz ironía ante cada dimensión de la vida. Descubriendo y descubriéndose. Como todos sabemos, no se «nace» mujer, sino que se «hace». Yo creo que, en mi caso, ese «hacer» se va construyendo, a pulso, en cada verso, explorando innumerables situaciones de la realidad. Sin embargo, tal como lo entiendo, a esa problemática nada le es ajeno. De modo que esa voz recoge muchas otras voces, y puede metamorfosearse en enunciación masculina (como ocurre en muchos poemas de amor deViola d’amore); en diálogo de culturas que se extrañan, se traducen y rectifican mutuamente sin llegar a ninguna verdad (como en Épica mínima); en arqueologías del imaginario ascético como gesto de resistencia (como en El diario íntimo de Sor Juana). La problemática de género es entonces un punto de partida (la circunstancia esencial, podríamos decir) pero no de llegada. Porque la llegada es múltiple, desde la conciencia ecológica a los límites del lenguaje, para nombrar algunos solamente. Todo eso está íntimamente fundido. Igual que la poesía femenina venezolana, cuya afinidad tiene distintos ecos. Fui «educada» por La gruta venidera de Elizabeth Schon, por los salmos eróticos de Ana Enriqueta Terán y las visiones de Ida Gramcko. Hay una corriente de comunicación entre nosotras, una curiosidad afectuosa que nos alimenta mutuamente.

En uno de los últimos poemas de Épica mínima escribes. «Debes resignarte a esperar: / No he decidido aún / entre / la felicidad errática / de los animales en libertad / o la conciencia infeliz / de los hombres» ¿Quiere decir esto que todavía estás dudando frente al camino de la reivindicación de género que todavía te estás preguntando sobre las vías del feminismo? ¿Cómo te sitúas con respecto a las distintas tendencias del feminismo en general y cómo valoras las formas de expresión del feminismo latinoamericano?

En ese poema, más que una pregunta por la reivindicaciones de género, me parece que hay una reflexión sobre el abismo entre naturaleza y cultura. Como se indica en el título, es una pregunta que surge en medio de la naturaleza, recogiendo hongos y frutos silvestres en medio del bosque. Su origen fue justamente una reflexión de mi hijo, siendo niño, mostrando las primeras preocupaciones de una conciencia moral. Ese tema me interesa mucho también. Ahora bien, no sabría decirte en qué tendencia del feminismo me situaría exactamente. Las tendencias son numerosas y se han complejizado a partir de su institucionalización en las academias, en los últimos cincuenta años. Mi lugar de pertenencia es desde luego América Latina, que es un crisol de influencias universales (a las cuales no pienso renunciar), ajustadas a las necesidades de nuestras sociedades. Es decir, un territorio duro, donde las conquistas por un mundo mejor retroceden constantemente. Estoy pensando en un feminismo humanista e integrador, sin consignas simplonas, cuyo origen y formación ha estado siempre en los textos literarios, en la reflexión de mujeres ilustres cuya producción ya desborda las bibliotecas. En otras palabras, en la literatura: aquello que nos impulsa a deconstruir formas anquilosadas del pensamiento, a adquirir nuevas formas de lenguaje y de representación creando nuevos significados.

En otro poema —«Carpe diem», del mismo poemario— pareces lamentar no haber vivido plenamente la vida, tal vez por un exceso de sometimiento a los valores de la sociedad patriarcal, de los cuales a pesar de quererlo, le es difícil deshacerse a la Mujer a causa de los condicionamientos socio-culturales, de los tabúes y prohibiciones que han determinado su educación. Los versos finales donde la voz poética habla de «fruto infértil» «intocado por la vida», me parecen desde este punto de vista reveladores de cierta insatisfacción en relación con lo erótico y el sexo.

El poema es exactamente lo que anuncia su título: un topos clásico de la literatura universal, desde Horacio, que invita a gozar del presente. El erotismo, todavía vibrante, de la vejez, es la máscara que permite reactivar —con rostro nuevo— ese antiguo motivo universal. Lo moderniza y ridiculiza un poco, ridiculizando las pretensiones místicas al mismo tiempo. Este rostro nuevo es, por supuesto, nuestro tiempo, la necesidad de vivir a plenitud el sexo, tanto el femenino (destinado a la espera), como el masculino (destinado a la desolada repetición), porque los condicionamientos de la educación patriarcal han destruido esa posibilidad para ambos géneros.

Cada poema, cada libro nace en condiciones especiales, me gustaría que recordaras brevemente las condiciones en que nacieron tus primeros libros de poesía y en qué condiciones los escribiste. ¿Eres una creadora más reflexiva que intuitiva? ¿O al revés? ¿Cómo ves la problemática de la inspiración poética?

Cada libro tiene una historia de vida, naturalmente. Cada uno tiene recurrencias, y a la vez marca un punto de ruptura en la evolución del todo. Pero esas condiciones, esa vida, han sido transmutadas en lenguaje, convertidas en otra cosa. Es un odioso ejercicio tratar de recuperarlas. Gonzalo Rojas dice que la poesía se explica con la poesía. Y yo estoy de acuerdo. Los libros del comienzo suelen ser más ingenuos y espontáneos. Pero no hay reglas en este asunto. Cada pérdida, cada mudanza o íntima felicidad, marca los poemas. Pero también los viajes, las lecturas, la vida en la naturaleza, el mar, el aprendizaje de idiomas, la experiencia psicoanalítica, el yoga, el amor y el desamor, todo puede enriquecer y desembocar en la poesía. Hay hechos históricos y biológicos determinantes. La maternidad, por ejemplo, me ha inspirado intensos poemas de amor y de responsabilidad social. La literatura brasileña, por su parte, marcó Viola d’amore con un nuevo tipo de libertad experimental: me liberó del «sublimismo» agónico, del protagonismo yoísta, y me mostró las posibilidades del humor y la alegría. Épica mínima saldó una cuenta con el pasado y me arrojó de lleno a una cierta madurez de escritura y de recuperación de mundos transfigurados. Creo que soy una creadora reflexiva, obsesiva. Escribo y corrijo sin cesar. Y cuando sale un poema, digamos, «perfecto» desde la primera versión, entonces desconfío, y lo vigilo, y lo releo constantemente, como para sorprenderlo en sus fallas en un momento de descuido. Y entonces lo acoso, y sólo quedo convencida cuando ya no hay remedio: cuando ya está fijado en una publicación. Por eso prefiero no leer mis libros. Trato de olvidarlos (no soy capaz de memorizar un poema, tal vez porque soy animal de cultura letrada, aunque mi alma sea definitivamente musical). Con firmeza y ternura, trato de olvidarlos. Y afortunadamente los olvido, porque todo ciclo se cierra y pasa, y se renace sin cesar. Pero también creo firmemente en la inspiración, de lo contrario no tendríamos el esplendor de la poesía mística española. Pero inspiración sin voluntad constructiva no hace poemas. Ni una voluntad de hierro sin «apertura del alma» sirve para nada.

Yo creo que hay algo particularmente destacable en tu manera de escribir: es la manera de poetizar lo cotidiano, con un lenguaje sencillo que trasciende la anécdota para transformarla en una realidad poética superior. Ésta era ya la característica de Restos de viaje que se irá confirmando en los libros siguientes.

Lo cotidiano es nuestra condición. Somos siempre criaturas de cada día. De un solo día, que a veces dura largo tiempo. El arte moderno ha descubierto sin embargo el terror, el absurdo, la magia y, sobre todo, la alienación, en toda cotidianidad. Como punto de partida de cualquier experiencia, los elementos de la cotidianidad pueden a la vez ser transmutados y servir a la mímesis y a la evocación; y en ese servicio, se vuelven puntos de llegada, fin en sí mismos, puesto que pueden suspender sus circunstancias particulares y proyectarse en una dimensión universal. Hay una circulación constante entre los dos extremos, incluso una cierta reversibilidad. Como si dijéramos que un mismo objeto, o acto, lleva en sí mismo a su contrario. Se sabe que lo culto lleva en sí el germen de lo popular, como podemos comprobar en muchas composiciones pertenecientes a la llamada «música clásica» por ejemplo, cuyas raíces son simplemente folklóricas o de índole religiosa, compartidas por comunidades enteras en otras épocas. La poesía desgarra la opacidad del acontecimiento cotidiano, descubriendo en él jirones de luz, oleajes tumultuosos de múltiples sentidos. Conecta con lo perdido y recompone lo fragmentado. Así, no hay límites ni fronteras en esta su capacidad transmutadora, donde todas las cosas son «tocadas»... sin tocarlas. El breve poema sobre las ciruelas de William Carlos Williams es un canto de gratitud a su mujer, y a la vez simplemente ciruelas en un plato de un día cualquiera.

Naciste en Italia, pero muy joven emigraste a Venezuela. La presencia de Italia se siente fuertemente en tu poesía, especialmente en Brasa y en Viola d'Amore, no sólo por el título sino por la presencia implícita o explícita de poetas italianos con Ungaretti, por ejemplo. ¿En qué medida esta situación de formación bicultural ha sido un enriquecimiento para tu escritura poética?

Ha sido, sí, un enorme enriquecimiento, tanto para mi escritura como para mi formación personal. Es un claro privilegio que heredamos los hijos de emigrantes, y que debo agradecerle a mi padre. Es un ejemplo de apertura y no de parálisis, de espíritu combativo y no de inercia acomodaticia; es el valor de abrir caminos en lo desconocido. Tal vez los emigrantes sean los héroes de este tiempo inasible que nos tocó, los que han aprendido a vivir en muchas casas, porque las verdaderas casas no se pueden poseer. Tal vez esté surgiendo un nuevo género humano, neo-renacentista, políglota, tolerante a las diferencias, desprovisto de cualquier posesión. No sé. Un género capaz de superar fronteras, amándolas al mismo tiempo con el respeto del huésped o visitante. Ciertamente las fronteras nos defienden de lo ininteligible, pero deben considerarse algo provisional y perecedero. Somos los dueños de la tierra, como dice un verso de Hölderlin, porque sabemos que somos nadie. Ser nadie es el sentido más hondo de cualquier identidad. Durante mucho tiempo, la «extranjeridad» significó una escisión dolorosa para mí, un no lugar, y muchos poemas son testigos de ese conflicto. Pero hoy me es posible pensar en un proceso riguroso de educación y autoanálisis que plantee las cosas de otra manera.

¿Tiene algo que ver con esto la importancia que tiene el otro , lo extraño, lo extranjero en tu poesía? La mirada distanciada que a veces aparece frente al mundo. Viola d'Amore, por ejemplo, empieza por una sección titulada «La extranjera» y asimismo Épica mínima se inicia con una sección titulada «Dibujo de emigrantes» con un epígrafe sacado de Mi padre, el emigrante de Vicente Gerbasi: «Y hablaste, circundado por venados atónitos: ¡Ampárame, o tierra maravillosa!».

Por supuesto que sí. Tú lo has dicho. Mi poesía está llena de esas miradas que se contemplan en lo extraño, en el otro que somos, incluso para nosotros mismos. Sobre todo, para nosotros mismos. Es allí donde el tema de la inmigración se vuelve el tema del sujeto y la disolución de todas sus certezas.

Sobre tu último libro, El diario íntimo de sor Juana, me gustaría saber qué te sedujo en la vida y en la obra de esta mujer, considerada por muchos, y en especial por Octavio Paz, como uno de los intelectuales más importantes de su siglo y como la primera feminista del continente, para que apelaras a ella para expresar tus propias preocupaciones de mujer bajo la forma de poemas apócrifos.

Sor Juana ha seducido a muchas poetas y escritoras a través del tiempo. La misma Luz Machado tiene unos sonetos a Sor Juana. Rosario Castellanos escribe sobre ella. Es enorme la cantidad de discursos que ha generado su obra. Ella no solamente constituye uno de los emblemas del género más antiguo y prestigioso, sino un modelo de inteligencia y de ironía que sigue inspirando a las mujeres latinoamericanas. Sor Juana me permitió un ejercicio de identificación con sus mismos problemas compositivos, con su tiempo de oscuridad y fanatismo, y a la vez un desdoblamiento de su figura multiplicada hasta la enésima potencia a través del espacio y el tiempo.

¿Crees que se puede establecer verdaderamente cierto paralelismo entre la vida de Sor Juana Inés de La Cruz en la segunda mitad del siglo XVII y la vida de la Mujer actual?

Desde luego, la distancia es enorme. Sólo en sentido muy amplio y quizás metafórico se puede hablar de paralelismo. Las conquistas de la liberación femenina son demasiado significativas y nos colocan en un momento esplendoroso, a pesar de todos sus fracasos.

En el fondo, podemos preguntarnos si las rejas del convento donde vivió recluida Sor Juana, no se han convertido en las rejas invisibles de la moral patriarcal en que la sociedad burguesa pretende encerrar a la Mujer. Rejas virtuales tal vez en estos momentos de auge de la Internet, pero tremendamente eficaces y peligrosas.

Es una pregunta interesante, pero temo que extremar equivalencias históricas puede hacernos perder de vista la singularidad de situaciones concretas. La mentalidad patriarcal tiene actuaciones diferentes en cada época, aunque el ejercicio del poder y la afirmación de sus privilegios sean una constante. Incluso podemos decir que se mueve ágilmente, cambia de lado. Al respecto, Carolyn Heilbrun se preguntaba qué sentido tenían las investigaciones teóricas sobre las mujeres si no las afectaban directamente, si no les alcanzaba para producir ninguna transformación positiva en sus vidas. Era la preocupación de quien había estudiado y escrito numerosas biografías femeninas. De quien, por otra parte, asistía a la virulenta institucionalización del feminismo en la academia norteamericana, convertido en otra ideología aplastadora; es decir, negando las expectativas, por ejemplo, de un Fernando Mires al considerar el feminismo una contraideología y la última utopía posible. Por lo tanto, ningún esencialismo —y mucho menos el que magnifica ideas abstractas— le hace bien a la liberación femenina, porque no ayuda a identificar las estrategias, los cambios y las sutilezas en los territorios de cualquier negociación. Nada es igual a nada, aunque estemos en la misma red (y valga el ejemplo, literal y simbólico, de Internet). El mal no está solamente en la sociedad burguesa. Tampoco está en los conventos, donde muchísimas mujeres —como Sor Juana— negociaron su libertad (en realidad, se inmolaron) por amor al saber y a la autonomía intelectual. Espigar estos aspectos, rasgar el velo de las apariencias (incluso teóricas, lo cual es otro tipo de «apariencia»), es lo más difícil. Vivimos un tiempo de hiperdiscursividades que cosifica, tritura y desecha conceptos rápidamente. Y hay que mantenerse alerta, aunque no sepamos para qué. El problema está en la dificultad de identificar el momento en que una opción se convierte en prisión y/o manipulación. ¿Cuándo, en qué momento, lo espiritual se vuelve fanatismo y lo pragmático estupidez? ¿Dónde está el límite entre la razón y la ceguera? La literatura no ha hecho sino plantearse esas preguntas incesantemente, exigir «otro modo de ser», como decía Rosario Castellanos, donde lo interno y lo externo se correspondiesen, donde la exploración interior vaya de la mano de la exploración del mundo exterior y material sin ninguna mixtificación.

Entre los numerosos temas tratados en este hermoso poemario como la pasión, el deseo erótico, la cotidianidad de la vida, las renuncias y frustraciones, el abandono y la rebeldía, me gustaría que ahondaras un poco en esa relación del cuerpo y del espíritu, la materialidad del cuerpo, y la espiritualidad de la relación con el Ser Amado, Dios, que constituye a mi modo de ver la médula de tu libro y determina buena parte de tu acercamiento a lo femenino.

El tema sobre el conflicto entre cuerpo y alma es un conflicto justamente sorjuanino, religioso, que está relativizado a lo largo del libro. Corresponde a la sensibilidad cristiana, y es ajeno a otras filosofías o ámbitos del pensamiento. Por eso, como dualismo que tortura el mundo de Sor Juana, no existe en las otras «máscaras» de escritoras (como la sofisticada Murasaki o la popular Guillermina) que toman cuerpo en otros poemas. Murasaki, por ejemplo, la más importante escritora del antiguo Japón (vivió más o menos entre el 978 y 1026 y fundó el género novelesco), a través de su melancólica evocación amorosa realiza una crítica sutil a las relaciones entre hombres y mujeres, muestra el vacío y la soledad de la vida aristocrática, las inconsistencias de la política, la pequeñez moral del amado y todas sus debilidades (en la metáfora de sus pequeños pies, por ejemplo). Por su parte, Guillermina es una cantora popular de nuestro tiempo, por lo cual ella parece moverse más libremente; aunque no lo pareciera, tiene la tierra para sí, tiene la noche («que nunca es funesta», se dice, invirtiendo una imagen de ocultamiento en imagen de luminosidad), su creación es música, juego, esplendor gratuito. Ambas son, como ya mencioné, desdoblamientos de la capacidad creadora de la mujer impulsados por la figura de Sor Juana. Ambas, a pesar de sus abismales diferencias culturales e históricas, llevan la «marca de género» en la frente, aunque sea vivida de distinta manera. Y ahora, hablando contigo, percibo que ambas coinciden en la misma imposibilidad de recuperar a «sus» hombres, tanto para el amor como para el lenguaje. El hombre permanece en la sombra, sordo, distraído, «engañado» de todo y especialmente de sí mismo, enredado en fantasías politiqueras y aventurillas (como en Murasaki), o del todo dormido —tan tolerante, que casi está dormido— como en Guillermina. Estas figuras masculinas, por el solo hecho de serlo, no necesitan «verificarse», se dice. Y no tienen la menor sospecha de lo que tienen al lado, incapaces de establecer un cierto diálogo con el imaginario femenino. Pero lo que estoy diciendo no sé si es verdad, ni todo esto implica una condena de los hombres generalizada. Me parece que podría ser, en cambio, la más honesta exhortación a la lucidez compartida, el despertar a una nueva condición humana que intuyen tanto Murasaki como Guillermina. Pero esa es mi lectura no más. Cuando escribí esos poemas no pensé en absoluto en estas «interpretaciones» de ahora. Pensé sí, o mejor dicho, estaba como en «estado de ficción», transportada a los mundos que entregaban las obras de Murasaki, de Virginia Woolf, Clarice Lispector, Lya Luft, Jane Austen, Edith Wharton, Colette, Elsa Morante, Rosario Castellanos, los cuales me han apasionado y acompañado toda la vida. Y en la imagen fugitiva de una tal Guillermina, cantora popular de verdad que conocí en un pueblo del interior de Venezuela, donde el simple gesto de su mano cantando —como si fuera a comprobar la lluvia— me autorizó a inventar su historia, y a fundirla a la historia de otras mujeres humildes que manifiestan su arte «artesanal» con igual riqueza y originalidad. Pienso que el autor o autora no tienen propiedad alguna sobre la significación de su obra, aunque en él o ella esté el origen de todo.

Hay en tu libro como una especie de juego permanente entre la presencia y la ausencia que traslada el llamado misticismo de «Sor Juana» del espacio de lo sagrado al espacio de lo profano, convirtiendo lo profano, o sea las reivindicaciones feministas que expresa la voz poética, en algo sagrado.

Tienes razón. Pero también hay un proceso inverso: desacralizar lo sagrado a través de la burla, la fuerza del deseo y la superposición de voces. Mover y conmover la interpretación monolítica de Sor Juana tal como se estudia en las universidades, humanizándola. Ser un poco ella misma. O imaginar cómo me vería ella si yo fuera una de sus siervas. Especularnos en una búsqueda que no tiene fin. Ella misma ha dado esas claves en su obra. Yo sólo recogí lo que ella puso en mis manos.

La relación entre ética y creación ha sido siempre una de las consideraciones que han motivado la reflexión de creadores y críticos. En tu caso personal, ¿cómo ves esa relación? ¿Cómo has logrado conciliar en tu escritura de manera tan perfecta lo ético, lo estético y lo ideológico?

Tal vez no se trata de una conciliación perfecta, como tu generosidad quisiera ver, sino de una lucha constante entre dimensiones que deben ser reafirmadas entre sí. La búsqueda de la coherencia y el equilibrio entre distintas fuerzas es un camino infinito.

En tanto que ciudadana venezolana ahora, me gustaría saber cómo aprecias la situación política, económica, social y cultural de tu país. Y más precisamente cómo estás valorando la lucha de las mujeres en la sociedad venezolana.

Venezuela vive uno de sus momentos más dramáticos y complejos, que es muy difícil evaluar correctamente. Pero este momento no es nuevo, sino el resultado de muchos años de extravío moral y de crisis social y política; y sobre todo, de excesiva tolerancia con sus propias debilidades. Estamos viviendo un nuevo reajuste de fuerzas mundiales, donde la arrogancia del que tiene el poder se ejerce no solamente a nivel sistémico sino también al de microestructuras. Y si las ideologías caen como trapos viejos, esa misma «caída» es ideologizada hasta niveles delirantes como la gran coartada que evita cualquier responsabilidad. Por eso, las complicidades con cierto hedonismo cínico o desdichado tampoco ayudan. Las mujeres resultan muy afectadas por todo ello. Sobre todo las de escasos recursos. Con el agravante de que tienen que educar a los hombres, sostenerlos y servirlos como niños grandes, tal como se estila todavía en la mejor «tradición» caribeña. Su resistencia a la inercia y a la repetición circular de esos males es una tarea enorme, y muy difícil porque exige también que no se descuide su propia autoeducación y autodisciplina. De modo que es necesario seguir escribiendo, reunirse, armar grupos de lectura y análisis, establecer redes de comunicación, publicar, abrirse a nuevos conocimientos, dominar tecnologías contemporáneas, integrarse a lo nuevo, en otras palabras, ser consistente con este proceso de autodeterminación y de cambio profundo que es ya irreversible. Que no lo para nadie, para bien o para mal.

¿Cómo te sientes en estos momentos? ¿Cuáles son tus mayores preocupaciones?

Me siento bien, en paz. Con algunos proyectos de libros entre manos, de cuya magnitud no me creía capaz. Acabo de poner el punto final a un poemario horrible sobre la muerte (¡espero no tener que leerlo!) que cierra una etapa de mi vida en los Estados Unidos. Cuando se muere, y se pierde realmente todo como yo lo perdí hace varios años, de repente se empieza a tenerlo todo. Es paradójico, pero es así. Comienzo una nueva etapa de mi vida, reconciliada finalmente con mi propia edad, mi talento y mi propio desamparo. Pero tal vez no sea tan simple. Tal vez, como dice Clarice Lispector, «entender es la prueba de la equivocación».

Notas

1 Monte Ávila Editores, Caracas, 1979

2 Ed. Fundarte, Caracas, 1979

3 Ed. Fundarte, Caracas, 1986

4 Ed. Universidad de Oriente, Caracas, 1996

5 Ed. Torremozas, Madrid, 2002


© 2006, Roland Forgues


domingo, 20 de diciembre de 2009

FELIZ NAVIDAD Y UN 2010 LLENO DE BENDICIONES

ANTIGUA BENDICION IRLANDESA


Que el camino salga a tu encuentro Que el viento siempre esté detrás de ti Y hasta que nos volvamos a encontrar, Que Dios te sostenga con el puño de Su mano. Que vivas por el tiempo que tú quieras, Y que nunca quieras vivir tanto como vives.

Recuerda siempre olvidar Las cosas que te entristecieron. Pero nunca te olvides recordar Las cosas que te alegraron.
Recuerda siempre olvidar A los amigos que resultaron falsos. Pero nunca olvides recordar A aquellos que permanecieron contigo. Recuerda siempre olvidar Los problemas que ya pasaron Pero nunca olvides recordar Las bendiciones de cada día. Que el día más triste de tu futuro No sea peor que el día más feliz de tu pasado. Que nunca se te venga el techo encima Y que los amigos reunidos debajo de él, nunca se vayan. Que siempre tengas palabras cálidas en un frío anochecer, Una luna llena en una noche oscura, Y que el camino siempre se abra a tu puerta.

Que haya una generación de hijos En los hijos de tus hijos. Que vivas cien años, Con un año extra para arrepentirte! Que el Señor te guarde en Su mano Y nunca apriete mucho Su puño.

Que tus vecinos te respeten, Los problemas te abandonen, Los ángeles te protejan, Y que el cielo te acoja, Que la fortuna de los campos argentinos te abracen. Que las Bendiciones de MARIA te contemplen. Que tus bolsillos estén pesados Y tu corazón ligero, Que la buena suerte te persiga cada día y cada noche

Muros contra el viento, y un techo para la lluvia, bebidas junto al fuego y risas para consolarte, Y aquellos a quienes amas cerca de ti, !Y todo lo que tu corazón desee! Que Dios esté contigo y te bendiga, Que veas a los hijos de tus hijos, Que el infortunio sea pobre, rico en bendiciones. Que no conozcas nada más que la felicidad Desde este día en adelante. Que Dios te conceda muchos años de vida, De seguro Él sabe que en la tierra No tiene suficientes ángeles.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

HERTA MÜLLER / DISCURSO DE ACEPTACIÓN PREMIO NOBEL





Cada palabra sabe algo sobre el círculo vicioso


¿TIENES UN PAÑUELO? me preguntaba mi madre cada mañana en la puerta de casa, antes de que yo saliera a la calle. Yo no tenía el pañuelo, y como no lo tenía, regresaba a la habitación y sacaba un pañuelo. No tenía el pañuelo cada mañana, porque cada mañana aguardaba la pregunta. El pañuelo era la prueba de que mi madre me protegía por la mañana. A otras horas del día, más tarde o en otras circunstancias, quedaba a merced de mí misma. La pregunta ¿TIENES UN PAÑUELO? era una ternura indirecta. Una directa hubiera sido penosa, algo que no existía entre los campesinos. El amor se disfrazaba de pregunta. Sólo así podía decirse a secas, en tono de orden, como las maniobras del trabajo. El hecho de que la voz fuera áspera realzaba incluso la ternura. Cada mañana estaba yo una vez sin pañuelo en la puerta, y una segunda vez con pañuelo. Sólo después salía a la calle, como si con el pañuelo también estuviera mi madre.

Y veinte años más tarde estaba hacía tiempo sola en la ciudad, como traductora en una fábrica de maquinarias. A las cinco de la mañana me levantaba, y a las seis y media empezaba el trabajo. Por la mañana resonaba el himno sobre el patio de la fábrica a través del altavoz, durante la pausa del mediodía se escuchaban los coros de los obreros. Pero los obreros, que estaban comiendo, tenían ojos vacíos como hojalata, manos embadurnadas de aceite, y su comida estaba envuelta en papel de periódico. Antes de comerse un trocito de tocino, le quitaban la tinta del periódico rascándola con el cuchillo. Dos años transcurrieron al trote de la cotidianeidad, cada día igual al otro.

Al tercer año se acabó la igualdad de los días. En el transcurso de una semana entró tres veces en mi oficina, a primera hora de la mañana, un hombre gigantesco, de huesos sólidos, con ojos azules centelleantes, un coloso del Servicio Secreto.

La primera vez me insultó de pie y se marchó.

La segunda vez se quitó el impermeable, lo colgó en una percha del armario y se sentó. Aquella mañana yo había traído de casa unos tulipanes y los estaba acomodando en el florero. El tipo me observaba y alabó mi inusual conocimiento del ser humano. Su voz era resbaladiza. Sentí un gran desasosiego. Impugné su elogio y le aseguré que sabía algo de tulipanes, pero nada del ser humano. Entonces me dijo en tono malicioso que él me conocía mejor que yo a los tulipanes. Luego se colgó del brazo el impermeable y se marchó.

La tercera vez se sentó y yo permanecí de pie, porque había dejado su cartera sobre mi silla. No me atreví a ponerla en el suelo. Me insultó tratándome de necia redomada, holgazana, putilla, tan corrompida como una perra vagabunda. Empujó los tulipanes hasta casi el borde de la mesa, en cuyo centro puso una hoja de papel vacía y un lápiz. Rugió: escribe. De pie, empecé a escribir lo que me iba dictando. Mi nombre con fecha de nacimiento y dirección. Y después que yo, independientemente de la proximidad o del parentesco, no le diría a nadie que…, y entonces llegó la horrible palabra: colaborez, iba a colaborar. Esta palabra ya no la escribí. Puse el lápiz a un lado y me dirigí a la ventana, por la que miré hacia la polvorienta calle. No estaba asfaltada, baches y casas gibosas. Y esa calleja ruinosa se llamaba, encima, Strada Gloriei: calle de la gloria. En la calle de la gloria había un gato trepado en la morera desnuda. Era el gato de la fábrica y tenía una oreja desgarrada. Encima de él brillaba el sol matinal como un tambor amarillo. Dije: N-am caracterul. No tengo este carácter. Se lo dije a la calle, fuera. La palabra CARÁCTER puso histérico al hombre del Servicio Secreto. Rompió la hoja y tiró los trozos al suelo. Pero probablemente se le ocurrió que tendría que presentarle a su jefe la prueba de que había intentado incorporarme a su red de espionaje, porque se agachó, recogió todos los trozos en una mano y los metió en su cartera. Luego lanzó un profundo suspiro y, en medio de su derrota, arrojó hacia la pared el florero con los tulipanes, que se estrelló y crujió como si hubiera dientes en el aire. Con la cartera bajo el brazo dijo en voz queda: esto lo pagarás muy caro. Te ahogaremos en el río. Como hablando conmigo misma dije: Si firmo eso ya no podré vivir conmigo y tendría que hacerlo yo. Mejor háganlo ustedes. Y al instante la puerta de la oficina ya estaba abierta y él se había marchado. Y fuera, en la Strada Gloriei, el gato de la fábrica había saltado del árbol al tejado de la casa. Una de las ramas se mecía como un trampolín.

Al día siguiente comenzó el tira y afloja. Yo debía desaparecer de la fábrica. Cada mañana a las seis y media tendría que presentarme ante el director, con el que cada mañana estaban el jefe del sindicato y el secretario el Partido. Y así como en otros tiempos me preguntaba mi madre: ¿tienes un pañuelo? ahora me preguntaba cada mañana el director: ¿Has encontrado otro trabajo? Y yo le respondía cada vez lo mismo: No estoy buscando ninguno. Estoy a gusto aquí en la fábrica, quisiera quedarme hasta la jubilación.

Una mañana llegué al trabajo y mis voluminosos diccionarios estaban en el suelo del pasillo, junto a la puerta de mi oficina. La abrí, y había un ingeniero sentado a mi escritorio. Me dijo: aquí se llama a la puerta antes de entrar. Ahora estoy aquí yo, y tú ya no tienes nada que hacer en este despacho. A casa no podía irme, porque habrían tenido un pretexto para despedirme por faltar sin permiso. Ahora no tenía oficina, y con mayor razón tenía que ir cada día normalmente al trabajo, por ningún motivo debía ausentarme.

Una amiga, a la que cada día se lo contaba todo en el camino de vuelta a casa por la Strada Gloriei, me dejó compartir al principio una esquina de su escritorio. Pero una mañana se plantó ante la puerta de la oficina y me dijo: No me autorizan a dejarte entrar. Todos dicen que eres una soplona. Las trabas y vejaciones se enviaban hacia abajo, los rumores empezaron a propagarse entre los colegas. Eso era lo peor. Contra los ataques uno puede defenderse, contra la calumnia es impotente. Yo contaba cada día con todo, incluso con la muerte. Pero con esa perfidia no sabía qué hacer. Ningún cálculo la volvía soportable. La calumnia nos atiborra de mugre, y nos asfixiamos porque no podemos defendernos. En opinión de mis colegas yo era exactamente aquello a lo que me había negado. Si los hubiera espiado y delatado, habrían confiado en mí sin sospechar nada. En el fondo, me castigaban porque yo los protegía.

Como ahora con mayor razón no podía ausentarme, pero no tenía despacho y a mi amiga no le permitían dejarme entrar en el suyo, me instalé, indecisa, en la caja de la escalera, una escalera que recorrí varias veces de arriba abajo – de pronto volví a ser la hija de mi madre, porque TENÍA UN PAÑUELO. Lo extendí en un escalón entre el primer y el segundo piso, lo alisé para que estuviera como es debido y me senté encima. Me puse en las rodillas mis gruesos diccionarios y empecé a traducir descripciones de máquinas hidráulicas. Yo era un chiste malo sobre la escalera, y mi despacho, un pañuelo. En las pausas del mediodía, mi amiga se sentaba en la escalera junto a mí. Comíamos juntas como antes en su oficina y, más antes aún, en la mía. Por el altavoz del patio, como siempre, los coros de los obreros entonaban cantos sobre la felicidad del pueblo. Mi amiga comía y lloraba por mí. Yo no. Debía mantenerme firme y dura. Largo tiempo. Unas cuantas semanas eternas, hasta que me despidieron.

En la época en que yo era un chiste malo sobre la escalera, consulté el diccionario para averiguar la importancia de la palabra ESCALERA. El primer escalón de la escalera se llama PELDAÑO DE ARRANQUE, el último escalón, PELDAÑO DEL DESCANSILLO. Los escalones horizontales que uno pisa encajan lateralmente en las MEJILLAS DE LA ESCALERA, y los espacios libres entre los distintos peldaños se llaman incluso OJOS DE LA ESCALERA. Por las piezas de las máquinas hidráulicas, embadurnadas de aceite, ya conocía las bellas palabras COLA DE GOLONDRINA y CUELLO DE CISNE, para ajustar un tornillo se utilizaba una MADRE DE TORNILLO, e igualmente me dejaron asombrada los poéticos nombres de las partes de una escalera, la belleza del lenguaje técnico: MEJILLAS DE LA ESCALERA, OJOS DE LA ESCALERA – es decir, la escalera tenía un rostro, ya fuese de madera, piedra, cemento o hierro – y los hombres reproducen su propia cara en las cosas más voluminosas del mundo, dan al material muerto los nombres de su propia carne, lo personifican en partes del cuerpo. Y el arduo trabajo sólo les resulta soportable a los especialistas gracias a esa ternura oculta. Cada trabajo, en cada profesión, se rige por el mismo principio de la pregunta de mi madre sobre el pañuelo.

Cuando yo era niña, en casa había un cajón destinado a los pañuelos. En él se alineaban tres pilas en dos hileras, una detrás de la otra:

A la izquierda, los pañuelos de hombre, para el padre y el abuelo.

A la derecha, los pañuelos de mujer, para la madre y la abuela.

En el centro, los pañuelos de niño, para mí.

Aquel cajón era nuestro retrato de familia en formato de pañuelo. Los pañuelos de hombre eran los más grandes, tenían un borde oscuro de color marrón, gris o burdeos. Los pañuelos de mujer eran más pequeños, con borde azul celeste, rojo o verde. Los pañuelos de niño eran los más pequeños, sin borde, pero en el cuadrado blanco había flores o animales pintados. Entre los tres tipos de pañuelos había los que se usaban los días laborables, en la hilera anterior, y los que se usaban los domingos, en la hilera posterior. Los domingos, el pañuelo debía hacer juego con el color de la ropa, aunque no se viera.

Ningún otro objeto en la casa, ni siquiera nosotros mismos, nos resultaba tan importante como el pañuelo. Podía utilizarse para una infinidad de cosas: resfriados, cuando la nariz sangraba o había alguna herida en la mano, el codo o la rodilla, cuando uno lloraba o lo mordía para reprimir el llanto. Un pañuelo frío y húmedo en la frente aliviaba el dolor de cabeza. Con cuatro nudos en las esquinas servía para protegerse del sol o de la lluvia. Cuando uno quería acordarse de algo, hacía un nudo en el pañuelo como artificio mnemotécnico. Para cargar bolsas pesadas se envolvía en él la mano. Si ondeaba era una señal de despedida cuando el tren salía de la estación. Y como tren se dice en rumano TREN, y en el dialecto del Banato lágrima (Träne) se dice trän, en mi cabeza el chirrido de los trenes sobre los rieles equivalía siempre al llanto. En la aldea, cuando alguien moría se le ataba enseguida un pañuelo en torno a la barbilla para que la boca permaneciera cerrada cuando pasaba la rigidez cadavérica. Cuando en la ciudad alguien se desplomaba al borde del camino, siempre había un transeúnte que con su pañuelo cubría la cara del muerto, y así el pañuelo pasaba a ser su primer reposo mortuorio.

A última hora de la tarde, los días calurosos del verano, los padres enviaban a sus hijos al cementerio para que regasen las flores. Nos juntábamos dos o tres e íbamos de una tumba a la otra, regando rápidamente. Luego nos sentábamos, muy pegados unos a otros, en las escaleras de la capilla y observábamos cómo de algunas tumbas subían nubecillas de vapor blanco. Volaban un ratito en el aire negro y desaparecían. Para nosotros eran las almas de los muertos: Figuras zoomórficas, gafas, frasquitos y tazas, guantes y medias. Y de vez en cuando un pañuelo blanco con el borde negro de la noche.

Más tarde, conversando con Oskar Pastior para escribir sobre su deportación a un campo de trabajos forzados soviético, me contó que una anciana madre rusa le regaló una vez un pañuelo blanco de batista. Tal vez tengáis suerte tú y mi hijo, y podáis regresar pronto a casa, dijo la rusa. Su hijo tenía la misma edad que Oskar Pastior y estaba tan lejos de casa como él, en la dirección opuesta, dijo, en un batallón de castigo. Oskar Pastior había llamado a su puerta como un mendigo medio muerto de hambre, quería cambiarle un trozo de carbón por un poquito de comida. Ella lo hizo entrar en la casa y le dio un plato de sopa. Y cuando la nariz de Oskar empezó a gotear en el plato, le dio el pañuelo blanco de batista, que nadie había usado todavía. Con un borde calado de bastoncillos y rosetas impecablemente bordados con hilos de seda, el pañuelo era una belleza que abrazó e hirió al mendigo. Un híbrido; por un lado un consuelo de batista; por el otro, una cinta métrica con bastoncillos de seda, las rayitas blancas en la escala de su desamparo. El mismo Oskar Pastior era un híbrido para esa mujer: un mendigo extraño en la casa y un hijo perdido en el mundo. En esas dos personas lo había hecho feliz y le había exigido demasiado el gesto de una mujer que para él también era dos personas: una rusa extraña y una madre preocupada con la pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO?

Desde que me enteré de esta historia también yo tengo una pregunta: ¿Es ¿TIENES UN PAÑUELO? válida en todas partes y se halla extendida sobre medio mundo en el brillo de la nieve entre la congelación y el deshielo? ¿Cruza todas las fronteras pasando entre montañas y estepas hasta adentrarse en un gigantesco imperio sembrado de campos de trabajos forzados? ¿No hay manera de dar muerte a la pregunta ¿TIENES UN PAÑUELO? ni siquiera con la hoz y el martillo, ni siquiera en el estalinismo de la reeducación a través de tantos campos de trabajos forzados?

Aunque hace décadas que hablo rumano, en la conversación con Oskar Pastior me percaté por primera vez de que en rumano pañuelo se dice BATISTA, de nuevo la sensual lengua rumana, que simplemente lanza con apremio sus palabras hasta el corazón de las cosas. El material no da ningún rodeo, se designa como pañuelo listo, como BATISTA. Como si cada pañuelo fuera de batista en todo tiempo y lugar.

Oskar Pastior guardó en la maleta el pañuelo como reliquia de una doble madre con un doble hijo. Luego se lo llevó a casa tras cinco largos años en el campo de trabajos forzados. ¿Por qué? – su pañuelo blanco de batista era esperanza y miedo, y cuando uno renuncia a la esperanza y al miedo, muere.

Después de la conversación sobre el pañuelo blanco me pasé media noche pegándole a Oskar Pastior un collage sobre un papel blanco:

Aquí bailan puntos dice Bea
entras en un vaso de leche de tallo largo
ropa interior blanca tina de zinc gris verde
contra reembolso se corresponden
casi todos los materiales
mira aquí
yo soy el viaje en tren y
la cereza en la jabonera
nunca hables con hombres extraños ni
acerca de la Central

Cuando a la semana siguiente fui a su casa a regalarle el collage, me dijo: encima debes pegar: “PARA OSKAR”. Yo le dije: Lo que te doy, te pertenece, y tú lo sabes. Él dijo: debes pegarlo encima, tal vez el papel no lo sepa. Me lo llevé de nuevo a casa y encima pegué: para Oskar. Y se lo volví a regalar la semana siguiente, como si hubiera regresado la primera vez de la puerta sin pañuelo y ahora estuviera por segunda vez en la puerta con pañuelo.

Con un pañuelo termina también otra historia:

El hijo de mis abuelos se llamaba Matz. En los años treinta lo enviaron a Timişoara a estudiar finanzas para que se hiciera cargo del negocio de cereales y de la tienda de ultramarinos de la familia. En la Escuela enseñaban maestros del Reich alemán, auténticos nazis. Al concluir sus estudios Matz quizás había recibido, de paso, una capacitación en finanzas, pero sobre todo recibió una formación de nazi – un lavado de cerebro planificado. Cuando salió de la escuela, Matz era un nazi fervoroso, un convertido. Ladraba consignas antisemitas, era inalcanzable como un débil mental. Mi abuelo lo reprendió repetidas veces, diciéndole que debía toda su fortuna sólo a los créditos de hombres de negocios judíos amigos suyos. Y al ver que esto no servía de nada, lo abofeteó varias veces. Pero a su hijo le habían trastornado el juicio. Jugaba a ser el ideólogo de la aldea, vejaba a los muchachos de su edad que se negaban a ir al frente. En el ejército rumano ocupaba un puesto de oficinista. Pero de la teoría quiso pasar a la práctica. Se presentó voluntario en las SS, quería ir al frente. Unos meses después regresó a casa para casarse.

Tras haber sido testigo de los crímenes en el frente, aprovechó una fórmula mágica válida para escaparse unos días de la guerra. Esa fórmula mágica era: permiso por boda.

Mi abuela tenía dos fotos de su hijo Matz en el fondo de un cajón, una foto de la boda y una foto de la muerte. En la foto de la boda se ve una novia vestida de blanco, una mano más alta que él, esbelta y seria, una virgen de yeso. Sobre su cabeza hay una corona de cera como hojas nevadas. Junto a ella está Matz con su uniforme nazi. En vez de ser un novio, es un soldado. Un soldado de la boda y su propio último soldado de la patria. Apenas volvió al frente, llegó la foto de la muerte. Y en ella un último soldado destrozado por una mina. La foto de la muerte es del tamaño de una mano, un campo negro, en el centro un paño blanco con un montoncito gris de restos humanos. Sobre el fondo negro, el paño blanco parece tan pequeño como un pañuelo de niño cuyo cuadrado blanco tiene pintado en el centro un dibujo extraño. Para mi abuela esa foto también tenía su híbrido. En el pañuelo blanco había un nazi muerto, en su memoria, un hijo vivo. Mi abuela dejó esa doble foto todos aquellos años en su devocionario. Rezaba cada día. Probablemente sus oraciones también tenían doble fondo. Probablemente seguían el hiato entre el hijo querido y el nazi obcecado y pedían también al Señor Dios que hiciera el espagat de amar a ese hijo y perdonar al nazi.

Mi abuelo había sido soldado en la Primera Guerra Mundial. Sabía de qué estaba hablando cuando decía a menudo y en tono amargo, refiriéndose a su hijo Matz: Sí, cuando ondean al viento las banderas, el juicio se pierde en las trompetas. Esta advertencia también era aplicable a la siguiente dictadura, en la que me tocó vivir a mí misma. A diario se veía cómo el juicio de los pequeños y grandes oportunistas se perdía en las trompetas. Yo decidí no tocar la trompeta.

Pero de niña tuve que aprender a tocar el acordeón contra mi voluntad. Pues en la casa se había quedado el acordeón rojo de Matz, el soldado muerto. Las correas del acordeón eran demasiado largas para mí, y para que no se resbalaran por mis hombros, el maestro de acordeón me las ataba a la espalda con un pañuelo.

Se puede decir que precisamente los objetos más pequeños, ya sean trompetas, acordeones o pañuelos, terminan atando las cosas más dispares en la vida; que los objetos giran y, en sus desviaciones, tienen algo que obedece a las repeticiones, al círculo vicioso. Uno puede creerlo, mas no decirlo. Pero lo que no puede decirse, puede escribirse. Porque la escritura es un quehacer mudo, un trabajo que va de la cabeza a la mano. De la boca se prescinde. En la dictadura yo hablaba mucho, sobre todo porque había decidido no tocar la trompeta. La mayoría de las veces, hablar tenía consecuencias intolerables. Pero la escritura empezó en el silencio, en aquella escalera de la fábrica donde tuve que sopesar y decidir conmigo misma más cosas de las que podían decirse. El acontecer ya no podía articularse en palabras. A lo sumo los añadidos externos, mas no su dimensión. Esta yo sólo podía deletrearla en mi cabeza, en silencio, en el círculo vicioso de las palabras al escribir. Reaccionaba ante el miedo a la muerte con hambre de vida. Era un hambre de palabras. Sólo el torbellino de las palabras podía captar mi estado y deletreaba lo que no podía decirse con la boca. Yo iba detrás de lo vivido en el círculo vicioso de las palabras, hasta que aparecía algo que no había conocido antes. Paralelamente a la realidad entraba en acción la pantomima de las palabras, que no respeta dimensiones reales, reduce las cosas principales y aumenta las secundarias. El círculo vicioso de las palabras confiere de buenas a primeras una especie de lógica maldita a lo vivido. La pantomima es furiosa y permanece atemorizada y tan adicta como hastiada. El tema dictadura surge ahí espontáneamente, porque la naturalidad ya nunca regresa cuando a uno se la han robado casi por completo. El tema está implícito ahí, pero las palabras se apoderan de mí y llevan al tema adonde quieren. Ya nada es cierto y todo es verdad.

Como chiste malo sobre la escalera estaba yo tan sola como en aquella época, en que de niña, cuidaba vacas en el valle del río. Comía hojas y flores para formar parte de ellas, porque ellas sabían cómo se vive y yo no. Me dirigía a ellas dándoles un nombre. El nombre cardo lechoso debía ser realmente la planta espinosa con leche en los tallos. Pero la planta no escuchaba el nombre cardo lechoso. Entonces yo lo intentaba con nombres inventados: COSTILLA ESPINOSA, CUELLO DE AGUJA, en los que no figuraban ni cardo ni lechoso. En el engaño de todos los nombres falsos ante la planta verdadera se abría el agujero hacia el vacío. La situación ridícula de hablar a solas en voz alta conmigo y no con la planta. Pero la situación ridícula me hacía bien. Yo cuidaba vacas y el sonido de las palabras me protegía. Sentía:

Cada palabra en el rostro
sabe algo del círculo vicioso
y no lo dice

El sonido de las palabras sabe que debe engañar, porque los objetos engañan con su material, y los sentimientos, con sus gestos. En el punto de intersección del engaño de los materiales y de los gestos se instala el sonido de las palabras con su verdad inventada. Al escribir no puede hablarse de confianza, sino más bien de la honestidad del engaño.

Por entonces, en la fábrica, cuando yo era un chiste malo sobre la escalera, y el pañuelo, mi oficina, también encontré en el diccionario la hermosa palabra INTERÉS ESCALONADO, que designa las tasas de interés de un préstamo que van subiendo por tramos. Las tasas de interés son para uno gastos y para otro, ingresos. Al escribir acaban siendo ambas cosas, cuanto más voy ahondando en el texto. Cuanto más me expolia lo escrito, tanto más muestra a lo vivido lo que no había en el vivir. Sólo las palabras lo descubren, porque antes no lo conocían. Allí donde sorprenden a lo vivido es donde mejor lo reflejan. Se vuelven tan apremiantes que lo vivido debe aferrarse a ellas para no deshacerse.

Me parece que los objetos no conocen su material, que los gestos no conocen sus sentimientos y las palabras tampoco conocen la boca que las enuncia. Pero para asegurarnos nuestra propia existencia necesitamos los objetos, los gestos y las palabras. Cuanto más palabras nos es permitido usar, tanto más libres somos. Cuando se nos prohíbe la boca, intentamos afirmarnos con gestos e incluso con objetos. Son más difíciles de interpretar y permanecen un tiempo libres de sospecha. Y así pueden ayudarnos a convertir la humillación en una dignidad que permanece libre de sospecha por un tiempo.

Poco antes de mi emigración de Rumania, el policía de la aldea vino un día muy de mañana a llevarse a mi madre. Ella estaba ya en la puerta cuando se le ocurrió la pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO? Y no lo tenía. Aunque el policía se mostró impaciente, ella volvió a entrar en la casa y sacó un pañuelo. En la comisaría el policía estalló en gritos e improperios. Los conocimientos de rumano de mi madre no bastaban para que comprendiera los rugidos del policía, que luego se marchó del despacho y cerró la puerta con llave desde fuera. Mi madre se pasó el día entero encerrada allí. Las primeras horas sentada a la mesa, llorando. Después empezó a ir de un lado para otro y a limpiar el polvo de los muebles con el pañuelo empapado en lágrimas. Por último cogió el cubo de agua del rincón y la toalla que colgaba de un clavo en la pared y fregó el piso. Me quedé aterrada cuando me lo contó. ¿Cómo has podido fregarle el despacho a ese individuo?, le pregunté. Y ella me respondió, sin ningún reparo: quería hacer algo para matar el tiempo. Y el despacho estaba tan mugriento. Hice bien en llevarme uno de los pañuelos de hombre, grandes.

Sólo entonces comprendí que con esa humillación adicional, pero voluntaria, se había proporcionado dignidad en aquel arresto. En un collage busqué palabras para formularlo:

Yo pensaba en la rosa vigorosa en el corazón
en el alma inservible como un colador
pero el propietario preguntó:
¿quién se acaba imponiendo?
yo dije: salvar el pellejo
él gritó: el pellejo es
sólo una mancha de la batista ofendida
sin juicio.

Me gustaría poder decir una frase para todos aquellos que, en las dictaduras, todos los días, hasta hoy, son despojados de su dignidad, aunque sea una frase con la palabra pañuelo, aunque sea la pregunta: ¿TENÉIS UN PAÑUELO?

Puede ser que, desde siempre, la pregunta por el pañuelo no se refiera en absoluto al pañuelo, sino a la extrema soledad del ser humano.

Traducido por Juan José del Solar Bardelli.

Visto en El País.es

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