Mayo del 68*
Asistimos al 40º aniversario del mayo francés. Ya pasó mucho tiempo desde que los graffitis fueron borrados y los adoquines vueltos a colocar en el piso. Pero hay aspectos de aquel mayo del ´68 que siguen vivos en la memoria, por lo romántico de su génesis. ¿Qué significó aquella revolución estudiantil? ¿Cómo logró estallar? ¿Quiénes fueron sus protagonistas? ¿Fue todo un sueño?
T/ Diego Erlan
T/ Diego Erlan
1.
La primera vez que vi Los soñadores (The Dreamers, 2003), de Bernardo Bertolucci, fue en un complejo de cines en Recoleta, pocas semanas después de su estreno, junto a tres compañeras de la facultad. Y todos cedimos a la obviedad de decir que Eva Green no podía ser tan linda. Ya en las primeras escenas del filme se mezclan los tres temas que plantea el director: la política (una protesta frente a la cinemateca francesa por el despido de su director, Henri Langlois, a principios de 1968), el homenaje que Bertolucci le rinde al cine (el director participó de estos acontecimientos en su juventud) y el sexo en el triángulo que conforman los protagonistas: Matthew (Michael Pitt), Isabelle (Eva Green) y Theo (Louis Garrel): jóvenes, liberales, revolucionarios. O casi.
El filme podría pensarse como un spot de la “publicidad engañosa con respecto a la Generación de 1968”, como decía el escritor francés Michel Houellebecq en su paso por Buenos Aires. O como una crítica a los protagonistas de la movilización. Pero lo cierto es que el movimiento de mayo de 1968 en Francia fue un acontecimiento, según el historiador Eric Hobsbawn, que ningún revolucionario de más de veinticinco años creía posible en un país industrial avanzado, en condiciones de paz, prosperidad y aparente estabilidad política. El gobierno del general Charles De Gaulle era el régimen político europeo más orgulloso y satisfecho de sí mismo y los hechos de mayo-junio de 1968 lo llevaron al borde del colapso, incluso hubo un día en que la mayoría del gabinete de De Gaulle consideró la derrota como inevitable. Y sin embargo la revolución fracasó. O casi.
La primera vez que vi Los soñadores (The Dreamers, 2003), de Bernardo Bertolucci, fue en un complejo de cines en Recoleta, pocas semanas después de su estreno, junto a tres compañeras de la facultad. Y todos cedimos a la obviedad de decir que Eva Green no podía ser tan linda. Ya en las primeras escenas del filme se mezclan los tres temas que plantea el director: la política (una protesta frente a la cinemateca francesa por el despido de su director, Henri Langlois, a principios de 1968), el homenaje que Bertolucci le rinde al cine (el director participó de estos acontecimientos en su juventud) y el sexo en el triángulo que conforman los protagonistas: Matthew (Michael Pitt), Isabelle (Eva Green) y Theo (Louis Garrel): jóvenes, liberales, revolucionarios. O casi.
El filme podría pensarse como un spot de la “publicidad engañosa con respecto a la Generación de 1968”, como decía el escritor francés Michel Houellebecq en su paso por Buenos Aires. O como una crítica a los protagonistas de la movilización. Pero lo cierto es que el movimiento de mayo de 1968 en Francia fue un acontecimiento, según el historiador Eric Hobsbawn, que ningún revolucionario de más de veinticinco años creía posible en un país industrial avanzado, en condiciones de paz, prosperidad y aparente estabilidad política. El gobierno del general Charles De Gaulle era el régimen político europeo más orgulloso y satisfecho de sí mismo y los hechos de mayo-junio de 1968 lo llevaron al borde del colapso, incluso hubo un día en que la mayoría del gabinete de De Gaulle consideró la derrota como inevitable. Y sin embargo la revolución fracasó. O casi.
2.
Aquel mayo francés tiene su génesis en la rápida y profunda transformación que se produce en Francia a mediados de los años cincuenta y que para los sociólogos es una “silenciosa segunda revolución francesa”. Algunos datos: en 1953 tiene lugar la primera emisión televisiva en directo; en 1955 aparece en el mercado la primera lavadora y las viviendas de alquiler económico que desde entonces han pululado por las periferias de todas las ciudades francesas; en 1958 había 175 mil estudiantes universitarios y en 1968 ya eran 530 mil, el doble que en Inglaterra.
Una irrupción repentina de la modernidad hace que en Francia, más que en otras partes, se vea venir la modernización capitalista y la juventud es particularmente sensible a este cambio. La crítica social planteó entonces una pregunta sencilla: ¿Qué uso se está haciendo de la enorme acumulación de medios dispuestos por la sociedad? ¿Se ha hecho más rica la vida vivida por el individuo? El teórico francés Guy Debord reconoce en estas preguntas sin respuestas una consecuencia de que la economía ha sometido a la vida humana. Ningún cambio en el interior de la esfera económica será suficiente mientras la economía misma no quede sometida al control consciente de los individuos. Según Carlos Fuentes, la juventud parisina representó la insatisfacción con el orden conservador, capitalista y consumidor que había olvidado la promesa humanista de la lucha contra el fascismo y del pensamiento radical de Jean-Paul Sartre en un extremo y de Albert Camus en el otro.
“El agresor no es la persona que se rebela, sino la que se conforma” se leía en alguna pared de la ciudad. Estas frases se basaban en las ideas de dos grupos (artísticos-filosóficos-políticos), que a medida que la transformación de la sociedad francesa avanzaba irrumpieron en la escena: la Internacional Letrista (IL) y la Internacional Situacionista (IS).
La IL se presentó a las once de la mañana del 9 de abril de 1950, en lo que se conoce como “el asalto de Notre-Dame” (Greil Marcus, Rastros de Carmín). Cuatro jóvenes –uno de ellos vestido de monje dominico– ingresaron a la catedral de París atestada de gente en plena misa de Pascua. Michael Mourre, de 22 años –el falso dominico, como dijo la prensa– aprovechó una pausa que siguió al rezo del credo y subió al altar, donde comenzó a leer un sermón escrito por uno de sus compañeros, Serge Berna: “Hoy día de Pascua del Año Santo/ Aquí, en la insigne iglesia de Notre-Dame de París/ acuso a la Iglesia Católica universal de haber desviado letalmente nuestra fuerza vital hacia un cielo vacío/ acuso a la Iglesia Católica de estafa/ acuso a la Iglesia Católica de infectar el mundo con su moralidad fúnebre/ de ser la llaga que se extiende en el cuerpo descompuesto de Occidente./ En verdad les digo: Dios ha muerto”. Y seguía, pero no pudo terminar. La Guardia Suiza de la Catedral desenvainó los sables e intentó matarlos. Pero escaparon y, perseguidos por los feligreses enardecidos, llegaron al Sena donde los detuvo la policía.
Pertenecían a un movimiento de jóvenes liderados por el poeta rumano Isidore Isou, un personaje que supo interrumpir una conferencia de Tristan Tzara y decirle en la cara que “el dadá ha muerto” y “lo nuevo es el letrismo”. Los letristas caminaban por la calle con eslóganes como “larga vida a lo efímero” o “no trabajes nunca” y provocaban la ira en el Festival de Cannes con sus películas. Fueron el germen que daría lugar a los situacionistas de Guy Debord, que surgieron del riñón letrista matando (intelectual y políticamente) al padre, a la madre y a toda su descendencia.
Considerados por algunos críticos como neodadaístas (aunque ellos no admitan ninguna relación con este movimiento y ni siquiera admitan el sufijo “ismo”), los situacionistas nacen en 1957 y plantean una teoría radical sobre la sociedad moderna, una teoría insoportable para la historia intelectual, que ocultó estas ideas, como indica el alemán Anselm Jappe en su biografía crítica sobre Guy Debord, con el método de la banalización. En su libro La sociedad del espectáculo (que puede bajarse gratis de Internet), Debord expone su crítica a la alienación, sigue de cerca cierta corriente marxista (también marca algunos errores de interpretación) y profundiza alguna de sus tendencias.
En 1952, a los veinte años, Debord exigía crear un arte que fuese creación de situaciones y no la reproducción de situaciones existentes. La noción de “espectáculo” (que para Debord va más allá de la implicancia de los mass media en la vida cotidiana) se relaciona con esa “no intervención”. Para Anselm Jappe, “el espectáculo se apodera de la entera actividad social: desde el urbanismo hasta los partidos políticos, desde el arte hasta las ciencias, desde la vida cotidiana hasta las pasiones y los deseos humanos, por doquier se encuentra la sustitución de la realidad por su imagen”.
Como una bomba de tiempo, los escritos que impulsaban una revolución en la Francia de los sesenta se publicaban año tras año. En 1966, el situacionista Mustapha Khayati escribe Sobre la miseria del ambiente estudiantil: “Podemos afirmar, sin mucho riesgo de equivocarnos, que el estudiante es en Francia, después del policía y el cura, el ser más universalmente despreciado” y empuja a concebir la revolución como una fiesta y un juego. Al año siguiente, Debord publica La sociedad del espectáculo. Para Jappe, los situacionistas fueron los únicos que “reconocieron y señalaron los nuevos puntos de aplicación de la revuelta en la sociedad moderna: el urbanismo, el espectáculo, la ideología”. La crítica del urbanismo fue uno de los principales terrenos de análisis situacionista del deterioro de la vida (precursores en plantear la conciencia ecológica) y calificaban a las ciudades como “campos de concentración”.
3.
“La revolución nació en Nanterre, ese conglomerado gris construido deprisa para contener el desbordamiento estudiantil de la Sorbona”, dice Carlos Fuentes (Los 68). Y en aquel momento, un estudiante le contaba: “Dicen que vivimos en la sociedad de la abundancia, pero en la Universidad solo hay abundancia de alumnos y carencia de todo lo demás”. ¿Qué proponían los estudiantes? “La reforma universitaria”, convertir la Universidad en un centro crítico, el germen del cambio. Ya en 1967 los estudiantes habían intentado reformar la Universidad, pero fracasaron. Esa frustración llevó a que los pocos activistas que tenían ideas políticas formaran un grupo llamado los enragés (rabiosos). Al principio sólo eran veinticinco que interrumpían conferencias y provocaban altercados. Se habían convencido de que para cambiar la universidad primero debían cambiar por completo la sociedad. El ensayista argentino Nicolás Casullo decía, al cumplirse 30 años de los acontecimientos, que la insurrección coincide con un avance de lo psicoanalítico: el estudiante francés se enfrenta al padre, al profesor, al político y a la policía y se plantea que el deseo (expresarlo y conseguirlo) es la clave de la revolución. Era el deseo y el intento por satisfacerlo.
Al gobierno de De Gaulle no le preocupaba el movimiento estudiantil. La policía antidisturbios (CRS) desarticulaba las manifestaciones y esto enfurecía a los estudiantes, que en pocos días pasaban de veinticinco enragés a mil, a las pocas semanas eran 50 mil y a finales de mayo 10 millones que conmocionaron las calles, sedujeron a los medios internacionales y tomaron la Sorbona. La Universidad fue invadida por policías con la orden de cerrarla (por primera vez en setecientos años) y detener a los estudiantes liderados en ese momento por el joven Daniel Cohn-Bendit. Los jóvenes construían barricadas y sus armas eran los adoquines de las calles. Crecía la violencia. Pero el 13 de mayo ocurrió lo que nadie esperaba: los principales sindicatos convocaron a una “huelga general salvaje”. Francia quedó paralizada. Durante algunas semanas se produjo una suspensión de toda autoridad, un sentimiento de que “todo es posible”, una “inversión del mundo invertido” que concernía a los individuos en su esencia más íntima y cotidiana. Se demostró que el deseo de una vida totalmente distinta duerme en los individuos.
El problema radicaba en que los obreros no querían la revolución, no les importaban los problemas de los estudiantes, sino mejores condiciones de trabajo, salarios más altos, vacaciones pagas. “Eran dos movimientos autónomos: los trabajadores querían una reforma radical de las fábricas; los estudiantes querían un cambio de vida radical”, explicaría Cohn-Bendit años después.
Ambos movimientos lograron una reforma, pero no la revolución. Fue un estallido contra una sociedad estancada y sofocante y con los años se ha convertido, a decir de Casullo, en un “producto de la industria cultural”, sólo un recuerdo.
En épocas en las que el anarquismo puede ser reinterpretado (Noam Chomsky), la ecología se ha convertido en plataforma política (el ecologismo como estandarte) y el activismo grita ante los líderes mundiales que otro mundo es posible habría que admitir que Guy Debord no es solo el padre de las neovanguardias del video o un precursor del punk. Su idea era revolucionar la vida cotidiana. Y quizás el deseo todavía exista.
*Nota publicada en Revista Gata Flora # 6
1 comentario:
Te podrás imaginar hacer lectura de esto y tener de fondo a Vangelis, no!
Publicar un comentario