Divulgando malas nuevas
Me enteré de la muerte de Sergio Alves Moreira, mejor conocido para los asiduos de la librería Divulgación como el señor Sergio, durante una defensa de tesis en la Escuela de Letras en la que participé como jurado. La tesista destacaba la importante ayuda del señor Sergio, quien le permitió fotografiar las portadas de varios números de la antiquísima, inhallable, revista literaria Cruz del sur.
Una profesora, que también estaba allí en condición de jurado, interrumpió la defensa para comentar la noticia de la muerte del librero acaecida hacía dos semanas aproximadamente. La tesista hizo un esfuerzo para que no se le quebrara la voz en los minutos siguientes.
El resto del tiempo que duró la defensa estuve entre dos espacios: el de la exposición académica y el de los deshilachados recuerdos que guardaba de esa librería y de su enigmático dueño. El señor Sergio, que siempre había antepuesto a los demás el incombustible humo de su cigarrillo, se desvanecía también como el tabaco, con esa manera que tiene el humo del tabaco de no marcharse nunca. Siempre me recordó a José Saramago. Aunque para ser fieles al orden de las memorias, pues no fue sino hasta 1998 que descubrí al novelista portugués, Saramago siempre me pareció una versión menos golpeada del señor Sergio.
Al salir de la defensa, me acerqué al centro comercial Los Chaguaramos, donde queda la Divulgación, y me encontré con los candados echados en las puertas de la librería. Adentro reinaba el desorden de siempre: libros desparramados en cada rincón, dejando el espacio mínimo necesario para transitar por aquel laberinto sin pisar sus paredes de papel. Más allá del detalle de los candados y de una indiscreta calcomanía del Seniat que ventilaba la morosidad del local, todo lucía igual. Aunque por algunos mensajes manuscritos que amigos del señor Sergio pusieron en la calcomanía del Seniat, me dio la impresión de que éste no había muerto. Que su ausencia se debía únicamente al afán tributario del gobierno (¿Quién los entiende? Dicen detestar el capital pero son inflexibles, como buenos mafiosos, al momento de cobrar lo que les “deben”). Sin embargo, alguien, otra persona, colocó una leyenda haciendo referencia a la muerte del librero. Recuerdo que hablaba del ojo apagado del señor Sergio, que parecía dormitar mientras el otro permanecía atento a la vigilia. El manuscrito afirmaba, con esperanza, que ya ambos ojos se habían cerrado y que ahora el señor Sergio podía descansar.
Por Rodrigo Blanco Calderón
5 de abril de 2009
(tomado de www.relectura.org)
1 comentario:
Ay, Mharía....
Qué pena tan grande....
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