miércoles, 25 de abril de 2007

CODA / MHARÍA VÁZQUEZ BENARROCH





CODA.
Un camino con corazón.


I
La poesía como resultado de una experiencia profunda, de intensa meditación sobre cosas que me parecen esenciales. Como instrumento de indagación de la vida, de su sentido, y del sentido de la propia poesía.

Una voz buscando exasperadamente un sentido al vivir, buscando un modo de formular una visión del mundo, las emociones y experiencias de una voz comprometida con estos tiempos desesperados.

Escribo poco, con dificultad, muchas veces con dolor, para comunicar…y sin embargo hay zonas oscuras en mí escritura que ni yo misma puedo explicar.

Quiero la revelación del sentido más hondo de la vida. Lucho para que mi poesía sea plena, no para reducirla. No quiero una poesía académica, sin carne ni hueso. Siempre escribo con pasión y reviso sin piedad. Muchos poemas, libros enteros se han salvado gracias a la tenacidad de los otros, que ven en ellos virtudes que mi ferocidad no salvaría.


II
En la extrema soledad de la escritura, el poema siempre será una epifanía.

El punto de partida es un impacto, un ligero resplandor sobre las cosas o el recuerdo. Espero. A veces días, semanas, e incluso hay poemas donde espero desde hace años. Andan conmigo en borradores,los manoseo, los reescribo, siempre a mano, con un comercio íntimo entre la hoja y la piel que escribe. Van germinando, moldeándose, se muestran al sol con su propia estatura, entonces se revela el verdadero poema…y por un instante soy feliz, lo tengo, entonces lo escribo, lo guardo, como un acto de amor.


III
Las dudas se resuelven con el tiempo y el poema sobrevive con cuanto necesito. He puesto todo el rigor en el acto de formularlo, por lo que pocos regresos hay a él, a veces sólo como espectadora de un milagro casi ajeno, ya no es mío, recorre sus propios caminos en los ojos de quienes lo leen.

Lo poético como la expansión del alma en contacto con la realidad, un acto de reconstrucción del espíritu, nos reconstruimos en la escritura.




IV
En lo mejor de nosotros, la infancia se empeña en vivir.

Yo le ofrezco a la gente mi niña de ternura, ella se preserva de la destrucción, de la maldad del siglo, ella se escribe línea a línea en cada poema. Sin traiciones, la mujer de ahora vive su tiempo confortada por la niña que todavía habita a la poeta.


V
Ella cantaba canciones sefardíes. Mi abuela las guardaba para cantarlas en las noches largas, mientras tejía y tejía sin sentido nuestros suéteres para un nuevo país sin frío y sin sol.

Entonces hablaba de España, de los dogos de la hacienda y de la guerra civil, de las tías abuelas muertas en Auschwitz-Birkenau, de los exilios. Iba tejiendo madejas y recuerdos, separando a la familia en malos y buenos, como en las antiguas rencillas de terratenientes en la Rusia de sus abuelos, absolviendo a voluntad o condenando a los ya muertos.

Ella era la memoria del guerrero y yo heredaba las historias, las guerras, los encuentros. Ella fue el comienzo de la poesía sin saberlo.


VI
La necesidad de mirar hacia atrás para fijar raíces. Hacer memoria, tocar tierra, la tierra de nuestros mayores. Hija de inmigrantes, siempre he sentido la necesidad de fijar un lugar que fuera mío, de hacer una patria que lleve en su rostro lo de antes del mar, y lo de ahora, esta tierra de sol que somos ahora. La patria de los primeros recuerdos, los primeros olores…una patria para perdurar el misterio que somos, esa patria siempre será Venezuela.

He viajado y vivido en muchos países, esa condición me persigue como una maldición, con intenso dolor, del que sólo me recupero cuando regreso a Caracas, a su desoladora pero siempre querida presencia. Una ciudad que me agrede, que casi siempre me violenta, pero a la que regreso como a un amor sin salida.


VII
Siempre leía como una angustia interminable, con una pasión que los años no han logrado apaciguar, y prefería la prosa.

La poesía que conocía en mi niñez me era extraña, eran sólo pedazos de tipografía rimada, demasiado alejada de la realidad, en fin, Rubén Darío no sabía nada de mi barrio de inmigrantes, su comida era suntuosa y estaba rodeado de vinos exquisitos, no sabía del caldo escaso y pobre que comíamos al mediodía, ni del estridente aullido de los perros por la noche. Entonces, llegó Neruda, con su pan y su cebolla, con el frío del sur de Chile...y entonces supe de la poesía cotidiana.

Como enorme río llegaron los demás, Vicente Aleixandre, los hermanos Machado, Miguel Hernández, Huidobro, Vallejo, Drummon, Ferreira Gullar, Michaux, Cendrars, Dense Levertov,William Blake, Juan Gustavo Cobo Borda, José Emilio Pacheco, Alejandra Pizarnick, Cadenas, Juan Sánchez Peláez, y tantos otros que se aparecen con la misma ternura de los primeros días.

Ellos permanecen conmigo, me enseñan que la poesía sabe de dolor y cotidianeidad, pero que no requiere de fastos, ni pompas. Que los libros caminan sólos y son la historia y el tiempo quienes verdaderamente los juzgan.


Caracas, Enero 2007

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