viernes, 2 de febrero de 2007

ANTONIO MUÑOZ MOLINA / RECUERDOS DE BORGES Y BIOY


En la mañana invernal de Madrid salgo feliz de una librería llevando bajo el brazo el volumen recién aparecido en España de los diarios de Bioy Casares sobre Borges. Salgo con impaciencia, con gula lectora, y de camino hacia casa ya empiezo a leer este libro ingente que parece un libro de arena, la novela río de una amistad de más de medio siglo, de una conversación tan larga que atraviesa las vidas enteras de quienes la mantuvieron.
La impaciencia, la felicidad, son idénticas a las que recuerdo de hace treinta años, cuando en otra ciudad y casi en otra existencia -en Granada, siendo un estudiante distraído y un aficionado pasional a la literatura- iba por la calle con mis libros recién adquiridos de Bioy o de Borges, los delgados tomos de Alianza en los que fui descubriendo sucesivamente El Aleph, Ficciones, El sueño de los héroes, La invención de Morel, los cuentos amorosos del uno y los poemas del otro, los ensayos y las antologías que eran puertas de acceso hacia otros escritores y otros libros: Chesterton, Kipling, Gibbon, Stevenson, los novelistas policiales del Séptimo Círculo, los narradores más o menos apócrifos de la Antología de la literatura fantástica Uno no sólo leía aquellos libros: vivía dentro de ellos, los llevaba consigo como tesoros inaplazables, deslizándolos al salir de casa en el bolsillo del abrigo, para regresar a su lectura en la primera ocasión, en el asiento de un autobús o en una banca de la Facultad.
Las influencias literarias se transmiten por caminos sinuosos: leyendo ahora las conversaciones entre esos dos amigos -cada noche, o casi, a la hora de la cena, en un apartamento de Buenos Aires- yo me doy cuenta de que sus dos voces se prolongaban, a través de la lejanía inmensa del espacio y del tiempo, hasta mi capital de provincia española para envolverme en sus redes de erudición, de ironía y de chisme, pues los libros que a mí tanto empezaron a importarme entonces habían nacido en gran medida de ellas. Casi todo lo valioso en la vida es consecuencia de un azar improbable. Ni Borges ni Bioy eran los autores que más fácilmente podían atraer a un joven aprendiz de escritor en la España de entonces, la de las vísperas sombrías de la muerte de Franco y los tiempos ilusionados y convulsos que vinieron tras ella, cuando la libertad parecía unas veces al alcance de la mano y otras imposible, cuando en el curso de una sola semana podíamos pasar del entusiamo al abatimiento, del vértigo de no vivir ya bajo la sombra de un tirano moribundo al miedo que nos provocaban los uniformes intactos y los ceños de amenaza de sus herederos. La losa del pasado gravitaba sobre el presente como la gran lápida de granito que había cubierto el sarcófago del dictador en su necrópolis horrenda del Valle de los Caídos: sobre el porvenir del día siguiente nadie sabía nada.
En la Universidad, en los meses que siguieron a la muerte de Franco, estalló una especie de retardado Mayo del 68, y entre nubes de humo de tabaco negro y de oratoria marxista los estudiantes en huelga discutíamos con encono sectario las ventajas comparativas del comunismo soviético o de la revolución cultural china, sin más disidencia que la de algunos libertarios empeñados en maldecir el autoritarismo de los comunistas y en revivir las glorias extintas del anarquismo español. Furgonetas de la policía rodeaban los edificios universitarios y cada mañana aparecían letreros pintados con spray en las fachadas de la ciudad, consignas de sublevación y siglas de organizaciones políticas que volvían a hacerse visibles tras casi cuarenta años de clandestinidad.
A uno podían llamarlo revisionista si lo sorprendían leyendo a Proust: de Bioy casi nadie sabía nada, pero en ciertos ambientes leer a Borges casi equivalía a declararse confidente de la policía secreta, o partidario de las dictaduras militares que en aquellos años iban sometiendo uno por uno a tantos países de Latinoamérica. Pero no sólo eran políticas las razones que lo podían alejar a uno del magisterio de Borges. El experimentalismo palabrero de escuela francesa o un realismo social ranciamente autóctono eran los dos modelos estéticos más comunes con los que se encontraba a mediados de los años setenta el joven aprendiz con vocación de rebeldía. Ambas opciones, miradas de cerca, eran desalentadoras, sobre todo cuando uno se apartaba de las explicaciones teóricas para enfrentarse a los productos literarios emanados de ellas. La verbosa ilegibilidad o la ortodoxia política inspiraban alternativamente las novelas más celebradas en la cultura de la resistencia.
La literatura había de servir para subvertir el lenguaje o para derribar al régimen franquista y a la burguesía, si bien cabía al parecer la posibilidad ya heroica de proceder a ambas subversiones simultáneamente, empeño éste en el que venía logrando un notable éxito Juan Goytisolo. En aquel medio ambiente tan enrarecido la irrupción de la narrativa latinoamericana fue un gran vendaval que lo sacudió todo, tan radicalmente como la llegada de Rubén Darío había sacudido hasta los cimientos el lúgubre edificio retórico del español al comienzo de siglo. Los herederos del experimentalismo francés habían concluido más bien resignadamente que, no quedando nada por contar, y habiéndose agotado los viejos modelos narrativos, la única salida era suprimir los signos de puntuación, las peripecias y hasta los personajes mismos, y dedicarse al informe monólogo interior o a las descripciones detalladas de persianas o de cajoneras o ángulos de mesas.
Los aspirantes a comisarios políticos habían legislado que sólo el realismo documental y la celebración de las luchas obreras justificaban el oficio del escritor, y que cualquier complacencia formal era decadente, y cualquier vuelo de la imaginación, escapista. Pero novelas como Cien años de soledad o La Casa verde o Rayuela o El siglo de las luces mostraban de pronto que la literatura podía ser formalmente audaz y a la vez gozosamente inteligible, y que el retrato esplendoroso del mundo real y el gusto por las historias no excluían la intención política. El efecto sobre la literatura española fue inmediato, aunque no siempre se haya reconocido en toda su amplitud: en cada una de las mejores novelas de aquellos años - Si te dicen que caí , de Juan Marsé; Cinco horas con Mario , de Miguel Delibes; La verdad sobre el caso Savolta , de Eduardo Mendoza, entre otras- la influencia liberadora de la narrativa lationoamericana es tan visible como la distancia que las separa de la inmediata tradición española, contaminada de un penoso provincianismo franquista.
García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Carpentier, Fuentes ofrecían a la desmedrada clase literaria española no sólo modelos fastuosos de novelas, sino también de comportamiento público: viajaban por el mundo, tenían éxito internacional y fotogenia, ostentaban posiciones diplomáticas, participaban en congresos, se veían envueltos en diatribas transatlánticas. Uno los admiraba con devoción, aprendía de ellos, los envidiaba. Pero también notaba la distancia hacia la figura demasiado pública, hacia un modelo proconsular del escritor que parece hablar siempre a una multitud a través de un megáfono. De esa distancia quizás me volví más consciente cuando descubrí a Borges y a Bioy, y un poco después a Juan Carlos Onetti. El tono de voz que uno percibía, casi escuchaba en El Aleph o en Cavar un foso o en Otras inquisiciones excluía de inmediato la leñosa retórica española y la retórica tantas veces demasiado torrencial de los latinoamericanos.
Frente a las ambiciones desaforadas de totalidad que llegaban a abrumarlo a uno en Terra Nostra , en La consagración de la primavera o en El otoño del patriarca , Borges y Bioy ofrecían la posibilidad admirable del relato muy corto, del tono civilizado y conjetural, como de sugerencia y no de imposición. El experimentalismo vanguardista y el realismo documental habían desdeñado en la misma medida la contención y las virtudes sutiles de la forma: vindicando el cuento policial o fantástico, Borges y Bioy le enseñaban a uno las astucias en apariencia menores de la construcción y el suspenso, de la simetría, del juego. Y también nos enseñaban a liberar la imaginación literaria de coacciones ideológicas y supersticiones de autenticidad, a recobrar el puro deleite inmemorial de escuchar historias y contarlas.
En una gran parte de la literatura latinoamericana había perdurado desde los tiempos del indigenismo la propensión a lo vernáculo: una historia de Borges podía suceder lo mismo en Buenos Aires que en Noruega, en la Córdoba de Averroes que en el Laberinto de Creta. Y la isla de La invención de Morel no era menos fantasmal que los suburbios de El sueño de los héroes . No era preciso erigir novelones que fuesen como catedrales, como murales ciclópeos o pirámides: en las pocas páginas de un cuento cabía el universo entero, igual que en la esfera irisada del Aleph. Otra lección crucial he recordado ahora, deambulando por las mil seiscientas páginas sabrosas de estos diarios de Bioy: en otros autores podía aprenderse la ambición de contarlo todo, el vigor de los grandes frescos narrativos, la clarividencia política, el cosmopolitismo viajero. Pero la lección de la ironía sólo estaba en Borges y en Bioy.
Ahora descubro que muchas de las bromas que he encontrado en los libros estuvieron primero en las conversaciones de los dos amigos: el placer de la parodia, la atención casi enternecida al disparate verbal, el recelo del énfasis, la burla de toda pompa, el escrutinio minucioso de la tontería solemne. Me aprendí de memoria de leerlos tantas veces el arranque prodigioso de "El Aleph" y el de El sueño de los héroes , pero también puedo recitar al cabo de tantos años las mejores estrofas de Carlos Argentino Daneri -"sepan, a manderecha del poste rutinario "- y recuerdo palabra por palabra el resumen de una deprimente película social que va a ver un personaje en un cuento de Bioy, y que trata "de gente pobre, de ropa vieja, de máquinas de coser y de un montepío".
En aquellos años de aprendizaje y sobresalto Borges y Bioy me enseñaron no sólo a escribir y a leer, sino también a mirar el mundo. El estilo es el hombre, y es también la mirada. El modelo de Borges y Bioy contenía un valioso antídoto. Educado en la ironía de esa literatura, en el desdén hacia lo consabido y lo aceptable de aquellos dos autores, ¿cómo iba uno a creerse las proclamas virulentas de los iluminados políticos, la vanagloria disfrazada de compromiso de tantos literatos, la incontinencia verbal que pasaba por riqueza inventiva en tantas novelas? En los años setenta, por la influencia doble del experimentalismo literario y del psicoanálisis, se impuso la moda de decirlo y de mostrarlo todo y de cualquier manera. Borges y Bioy, en sus grados diversos de transparencia, enseñaban que podía revelarse lo más íntimo a través del pudor: no conozco poemas de amor mucho más pasionales que los de Borges, ni he leído una escena erótica más poderosa que la que casi no se cuenta entre el viejo y la muchacha en Diario de la guerra del cerdo .
Incluso la discordia lo educaba a uno: en una época tan opresivamente ideológica, en una cultura tan canónicamente marxista como la que uno respiraba si pertenecía a la resistencia antifranquista, hacía falta un esfuerzo de civilización, de aprendizaje de la tolerancia, para admirar a un autor que aseguraba que la democracia era "una superstición estadística", o que declarándose anglófilo incurría en la no muy británica predilección por los regímenes militares. Que ese autor, al mismo tiempo, hubiera escrito páginas tan gallardas contra las dictaduras, o se hubiera declarado a favor de la República española y de los aliados, le enseñaba a uno que las posiciones políticas podían ser más complejas y mucho más ambiguas de lo que su rudimentaria intoxicación ideológica le impedía ver con claridad. Lo que se calla y sólo se sugiere, lo que casi no se dice, dilata todavía más la hondura de este volumen memorable. En él está la persistencia de las cosas, de los hábitos, de las conversaciones que se repiten a lo largo de muchos años y también la conciencia súbita de su fugacidad, el drama secreto de la última vez que se hace algo, de la cita postergada que ya no se cumple, de la llamada de teléfono en la que sin saberlo nos hemos despedido de alguien que va a morir.
Edgardo Cozarinzky ha resaltado que el mundo literario y social de estos diarios se ha extinguido: más lejano todavía le parece a quien apenas reconoce unos pocos nombres, aún más irrisorio en la minucia de las intrigas y las murmuraciones literarias, en las vanidades espectrales, en los prestigios olvidados. Ni el escritor más grande está por encima de la mezquindad, y la inteligencia y la cultura no salvan a nadie de los prejuicios más soeces: Borges podía descender en pocos minutos de la generosa pasión literaria a las maniobras ínfimas de un premio o de un nombramiento, y conmoverse con un blues y al mismo tiempo despreciar groseramente a los negros. Más sutilmente se hacen visibles las diferencias de clase, las miserias íntimas que alientan bajo el caudal de la amistad, agudizadas por la irritación ante esos hábitos cotidianos que pueden volver odiosa por unos instantes a la persona más querida. Bioy anota que Borges come el queso gruyère con las manos y que luego no se las limpia; que se orina, ya casi ciego, en el piso del baño; que se quita la dentadura y la aclara bajo el agua del grifo, y luego no se lava las manos; que se queda dormido con la boca abierta, dejando la dentadura postiza sobre la mesa.
La novela desordenada de la vida acaba desmintiendo siempre los principios estéticos: la historia de los dos amigos, que a lo largo de medio siglo han inventado una poética del ascetismo literario, de la controlada fantasía, de la economía estricta del cuento policial y del poema rimado y medido, se convierte en un libro sin principio ni fin de mil seiscientas páginas, lleno de repeticiones, de meandros, de cabos sueltos, de personajes que se pierden y vuelven o desaparecen sin explicación y para siempre. Esa es una lección que el joven discípulo de Bioy y de Borges iba a tardar muchos más años en aprender, aunque el mismo Bioy se la había anticipado: "Por las digresiones entra la vida en la literatura". La obra maestra de los dos escritores que se aplicaron tan severamente a dictaminar las normas puras del relato de ficción, de la trama, de la sorpresa ha resultado ser este volumen más largo y más detallado en su retrato de la realidad que las novelas del siglo XIX que a los dos les despertaban tanta desgana. En último término, las maquinaciones literarias sobre argumentos y desenlaces no sirven de gran cosa, porque el tiempo, como dice Chaplin, es el mejor autor y siempre encuentra el final adecuado, el único posible.
El 12 de mayo de 1986 Bioy habló por teléfono con Borges por última vez, y tardó en darse cuenta de que aquella conversación corta y trivial era una despedida para siempre. Pero trece años antes ya había tenido una intuición de la lejanía definitiva que iba a separarlos, de la inminencia de uno de esos abismos en el tiempo que a veces se abren de pronto delante de nosotros: "Me despido de Borges, que se va hoy, con Mariana Grondona, a España", anota en su diario el 22 de abril de 1973. "Melancolía de esta despedida en el límite entre dos épocas: la futura, desde luego desconocida, pero también adversa. Podríamos decir: Desde aquí entramos en la desgracia". Intuiciones así sólo se las aceptamos a los personajes de las novelas. Treinta años después de mis primeras lecturas fervorosas, aún sigo aprendiendo de Bioy y de Borges.
Por Antonio Muñoz Molina Para LA NACION-Nueva York, 2007

1 comentario:

Judit Gerendas Kiss dijo...

Qué bueno que un importante escritor español de hoy recuerde lo que significó la renovación de la poesía en lengua castellana, de la literatura toda, con la irrupción de Rubén Darío en su momento; qué bueno que se valorice la narrativa latinoamericana de los años sesenta y sus alrededores -los otros grandes, los poetas: Vallejo, Neruda, Huidobro; los narradores anteriores, como Onetti y Rulfo-, cuando hoy en día está de moda en la propia América Latina desvalorizarlos y rechazarlos, en un parricidio ya aburrido y previsible, practicado por los grupos autodenominados McOndo o por los que se burlan de Cortázar, para mencionar sólo a dos ejemplos. ¿Por qué nos costará tanto a los latinoamericanos enorgullecernos de los aportes valiosos que hacemos al mundo?

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