jueves, 27 de septiembre de 2007

ELISA LERNER / ASÍ QUE PASEN CIEN AÑOS



Así que pasen cien años

En esta crónica del siglo, Elisa Lerner, siempre
con esa fina agudeza para el detalle, describe
las transformaciones del país, desde la oscura época
del gomecismo, hasta las turbulencias de las últimas
décadas. Aquí algunos fragmentos que sirven
de entrada, a la espera del primer plato

"(…) Promediando los años cincuenta se dio término a esa tribulación que era el comedor de una familia venezolana, casi toda de pie frente a la mesa, al igual que si se tratara de una barra, pero de ningún modo española, alegre y bulliciosa. La familia pobre, mas de larga dignidad, que era nuestra clase media, comía por callados turnos escuetas raciones de pabellón criollo y repetidas tazas de guarapo, donde al fondo de las tazas de losa dormían las rabias rojas de un agobiante calor tropical ignorante, todavía, de las convenientes caricias refrigeradas del aire acondicionado. La entrada a nuestros comedores de famélicos en ocasiones fue precedida por un secreto pudoroso de casi bonitas romanillas para ocultar un hambre orgullosa. Humildes recepciones, si es que podría llamárselas así, las de los cuarenta, donde como trae a colación con compasión algo burlona Rodolfo Izaguirre en su novela Alacranes, entre los invitados se repartía un poco de ensalada de gallina, a la que curiosamente se le llamaba ensalada rusa para darle, a tan poca cosa, roce feliz de aristocracia rusa acomodando su destierro en algún hotelito de la Costa Azul, y seguido lo pseudo ruso del postre consistente en una precaria gelatina (a su favor tiene la fama que luego le ha dado la culinaria hospitalaria), una pizca de quesillo y un triste final de torta casera con ropaje nevado, hechura cariñosa de alguien no muy experto. Porque lo de la ensalada rusa para dar nombre a nuestras modestísimas raciones de ensalada de gallina de los años cuarenta, sólo es precedente verbal de las mentirosas ilusiones que los venezolanos albergan en medio de circunstancias nada favorables. Cuarenta o cincuenta años después, en nuestros barrios de la miseria y del peligro, Jacquelines y Darlings, niñas con nombres de herederas norteamericanas, mal viven o pueden morir de un momento a otro, acosadas por el fuego pistolero de las bandas. (…)

Durante las primeras épocas, el whisky fue regalo y solaz para esa oligarquía. Años después, con el bipartidismo y una moneda llena de gracia, el whisky fue la magna y nunca confesada ilusión de la más igualitaria de las felicidades. El "Etiqueta Negra" a precios que se acomodaban a todos los bolsillos, más que la de un preciado escocés fue, por excelencia, la marca ideológica de nuestra democracia y, mientras se retozó paritariamente (parasitariamente) a base de una botella de "Etiqueta" o de "White Label", se olvidaron antiguos mal humores que venían desde la Guerra Federal o desde cualquier nunca aclarado laberinto del mestizaje. Robustos o menos robustos, todos joviales, sonrieron con algo de la sonrisa luminosa de aquel derrocado presidente que, en lo personal, con fiestas del whisky, intentó aligerar las últimas señales de lo que restaba del autoritarismo gomecista. (…)

Con toda justicia Singer ha debido ser el apellido de muchas madres venezolanas que le dieron pan y sostén a sus hijos agarradas al cuerpo casi conyugal de sus máquinas de coser. Sucedería de tal modo en los treinta y en los cuarenta. Mujeres solas, porque los hombres desaparecieron del hogar en los desarreglos íntimos de la apatía y de una sobrecogedora misoginia nacional que tiene su parangón máximo en nuestro Benemérito. No en vano corre sobre él mismo esa aterradora anécdota, relacionada con el final de una noche de amor y que no querrá concluir al lado de la amante a objeto de impedir que, en medio de la última ternura nocturna, pueda filtrarse alguno de los secretos del poder. Historia que García Márquez recoge en El otoño del patriarca. (…)

En este ir y venir volvemos a los cincuenta, cuando el país fue dirigido por un pequeño déspota imperioso, de formación militar. Decía gobernar a nombre del ejército, pero su vocación verdadera era la de maestro de obras. Por encima de todo, su religión era el cemento. Lo que sucedió es que ese cemento enorme en que se convirtió el país, de crónica manera, se ensangrentó con sangre de venezolanos. En tanto, empezaron a aparecer constructores italianos: bajos, fornidos, de ojos verdes, de endiablado talante comercial. Se parecían tremendamente a Raf Vallone. Taciturnos, comían a todo meter pasta mediterránea en pensiones italianas improvisadas en las cercanías de Sabana Grande, y querían triunfar porque las militantes ilusiones hacia el Fascio, finalmente, los había llevado a la nada esperanzadora derrota en una guerra mundial. (…)

Durante los felices años del medinismo, habría de iniciarse o de acrecentarse la fortuna de otra camada de venezolanos, inteligentes y sensibles, convertidos en importadores estratégicos o en embelesados urbanistas. Los años de la honradez extrema, ojo, aún no estaban por terminar del todo. Pero en cierto momento ya no se dice que la pobreza es decente. Aunque estábamos lejos de las reglas económicas de los noventa cuando es usual la frase: "billete mata galán". Y para entonces no tardarán en ponerse de moda los titanes del trabajo exitoso. Ya en los cincuenta entre esos hombres de éxito que comienzan a disputarse el favor del gran público, estaba el joven Renny Ottolina. Renny en la televisión era una figura urbana nueva, educada, caballerosa, dotada de una voz poderosa y que con atemperada gracia nos hablaba de cosas banales y amables. En el país silenciado a la fuerza, regañado anualmente por el inclemente discurso que giraba en torno a un monocorde destino encementado, la voz de Renny pareció, de ahí su enorme éxito, un adiós a la ruralidad, a la zafiedad y mala educación de los tantos hombres elementales que, en mala hora, habían dirigido nuestros destinos".

Elisa Lerner

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