miércoles, 4 de junio de 2008

POEMA DE JORGE ENRIQUE ADOUM



Poeta, ensayista y narrador ecuatoriano nacido en Ambato en 1926.
Inició estudios de Derecho y Filosofía en la Universidad Central del Ecuador y los terminó en la Universidad de Santiago en Chile.
A su regresó a Ecuador en 1948, inició una larga carrera literaria alternando su labor poética con la docencia y la dirección de varias instituciones culturales. En 1963, comisionado por la UNESCO, viajó por Egipto, India, Japón e Israel en un programa de integración de las culturas orientales y occidentales. Posteriormente se radicó en Paris, donde fue, sucesivamente, lector de literatura en español, portugués y catalán para las ediciones Gallimard, periodista de la radio y la televisión de Francia y traductor de la ONU y la OIT. Fue secretario de Pablo Neruda.
Es autor de más de veinte libros de poesía y ganador de importantes premios, entre los que se cuentan: Premio Nacional de Poesía de Ecuador en 1952; premio "Casa de las Américas" 1960, "Premio Xavier Villaurrutia" de México en 1976, y el "Premio Nacional de Cultura Eugenio Espejo" en 1989, la más alta presea cultural del gobierno ecuatoriano, por el conjunto de su obra.
Ha cultivado además el teatro, la novela y realizado una notable labor crítica con ensayos sobre los poetas Valéry, Rilke, Eliot, Maiakovski, García Lorca, Hugues y Vallejo, recogidos en Poesía del siglo XX.



EL DESENTERRADO

Escapa por tu vida: no mires tras de ti.
Génesis, XIX, 17

Si dijeras, si preguntaras de dónde
viene, quién es, en dónde vive, no podría
hablar sino de muertos, de substancias hace
tiempo descompuestas y de las que sólo
quedan los retratos; si preguntas de nuevo,
diría que transcurre el cuarto al fondo
de la casa, que conserva destruyendo labios
como látigos, rostros, restos de útiles
inútiles y de parientes transitorios
en su soltera soledad.
Pero ¿quién puede todavía
señalar el lugar del nacimiento, quién
en la encrucijada de los aposentos, halla
la puerta por donde equivocó el camino?

Detrás de su ciega cerradura, el hombre
y su mujer ajena, que la tarde devuelve
puntualmente, suelen engañarse con amantes
abandonados o difuntos, desvestirse a oscuras,
cerrar los ojos, primero las ventanas, y con la voz
y con las manos bajas, incitarse a dormir
porque hace frío. Pero un día despiertan
para siempre desnudos, descubren la edad
del triste territorio conyugal, y se toleran
por última vez, por la definitiva, perdonándose
de espaldas su muda confesión de tiempo compartido.

Y a través de caderas sucesivas, volcadas
como generaciones de campanas, el seco río
de costumbres y ceniza continúa, arrastra
flores falsas, recuerdos, lágrimas usadas
como medallas, y en cualquier hijo recomienza
su antepasado cementerio.

Y es duro apacentar
el alma, y es preciso salvarla de la tenaz
familia: apártala de tu golpeado horario
y sus descuentos, defiéndela renunciando
a las uñas que ya nada pueden defender,
ayúdame arrancando las difíciles pestañas
que al sueño estorban, las ropas, las
palabras que establecen la identidad
desenterrada.
Porque desnudo y de nuevo
sin historia vengo: saludo, grito, golpeo
con el corazón exacto la vivienda
del residente, quiero tocar sus manos
convertidas en raíz de mujer y de tierra, y otra vez
pregunto si estuve aquí desde antes,
cuándo salí para volver amando este retorno,
si he llegado ya, si he destruido
el antiguo patrimonio de miedo y abalorios
por donde dios se abrió paso a puñetazos,
si cuanto tuve y defendía ha muerto
de su propio ruido, de su propia espada,
para sobre la herencia del salvaje tiempo
y sus secretos, para sobre sus huesos
definitivamente terrestres y quebrados,
sobre la sangre noche a noche vertida
en la verdura rota, en los telares,
recién nacer o seguir resucitando.

De "Ecuador Amargo" 1949





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