Edgar Allan Poe (1809-1849), de quien el próximo lunes se conmemora el bicentenario, fue el primer gran autor norteamericano que intentó ganarse la vida con lo que escribía. No le fue fácil: la ruina y la miseria lo persiguieron ferozmente durante toda su existencia adulta, una vez se produjo su definitiva ruptura con los Allan, su familia adoptiva. Y lo hizo en tiempos duros: no sólo porque en su época los editores norteamericanos no respetasen el copyright (por lo que preferían piratear textos de autores británicos consagrados que publicar los de jóvenes escritores), sino porque cuando su fama como poeta y narrador comenzaba a despuntar se produjo lo que los historiadores llaman el Pánico de 1837, una profunda depresión económica a consecuencia del estallido de una de esas burbujas especulativas que forman parte de una tradición del capitalismo que seguimos conmemorando periódicamente.
Poe fue también, como subraya acertadamente Jeffrey Meyers en su biografía Edgar Allan Poe, his life and legacy, el primer escritor norteamericano cuya reputación afectó de modo radical a la recepción de su obra. Para empezar, tuvo la desgraciada -e inexplicable- fortuna de que su albacea literario fuera uno de sus más implacables y envidiosos rivales, el señor Rufus Griswold, autor de un muy difundido obituario en el que se presentaba al difunto como un inestable depravado al que el alcoholismo, el desorden sexual y una enfermiza tendencia a lo sórdido y morboso habrían dictado una obra mediocre y efímera. Su muerte -todavía rodeada de misterio- y, sobre todo, la sinrazón que manifestó en los días transcurridos desde que fue encontrado vagando por las calles de Baltimore con ropas que no eran las suyas, hasta que murió en el hospital incapaz de recordar nada de lo sucedido, acrecentó su leyenda negra. En una época en la que la joven América fundamentaba ideológicamente su dinamismo en el trascendentalismo optimista de Emerson y Thoreau, el romanticismo negro de Poe resultaba a todas luces intempestivo. Simplemente, un tipo como aquel, no podía ser un gran escritor.
Poe fue también el primer autor norteamericano más valorado en Europa que en su tierra, otra tradición que sigue cumpliéndose con mayor o menor regularidad (Paul Auster, por ejemplo). Baudelaire, fascinado por la oscura fuerza de sus imágenes, se pasó década y media traduciéndolo y voceándolo. Mallarmé, Valéry y los surrealistas -además de Dickens, Nietzsche o Kafka- lo admiraron, como entre nosotros lo hicieron Pedro Antonio de Alarcón, Galdós, Clarín o Baroja. Borges fue ambivalente respecto a su influencia, pero para Cortázar -su mejor traductor al castellano- siempre fue uno de los grandes maestros.
Fundador de géneros -como el whodunit, el moderno relato policíaco de deducción: la especialidad de su proto-detective Auguste Dupin-, genio de la narración "gótica" y macabra, pero también del relato irónico y de humor, excelente poeta y crítico, editor de prestigiosas revistas literarias, Poe está hoy considerado figura esencial del Panteón estadounidense. En años pasados, impulsada por mi mitomanía literaria, visité algunas de sus casas-museos reconstruidas con mayor o menor rigor en algunas de las ciudades que se lo disputan (Richmond, Filadelfia y Nueva York), aunque su nacimiento tuviera lugar en Boston y esté enterrado en Baltimore. Y en todas ellas percibí el culto de que ahora es objeto. En una tradición devaluada por la banalidad, desde 1949 -primer centenario de su muerte-, cada 19 de enero aparecen sobre su tumba tres rosas rojas y media botella de coñac. La leyenda sigue. Y Edgar Allan Poe continúa inspirando los sueños de muchos jóvenes escritores.
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