El viaje secreto de Salvador Prasel
Slavko Zupcic
1 Invisible como era, nadie lo vio llegar y mucho menos partir. No era bosnio ni croata ni yugoslavo. Simplemente había nacido en Mostar, junto a la orilla balcánica del Mar Adriático, el 19 de diciembre de 1920. Un viaje secreto lo llevó de Mostar a Zagreb, de Zagreb a Viena y, después de la guerra, de Viena a Caracas, con escalas en Génova y, quizás, en El Trompillo. En él pudo haberse inspirado Max Aub para componer suJusep Torres Campalans. Sólo habría que cambiar Lérida por Mostar, Chiapas por Caracas y los cuadros que Max Aub presentó en París como si fueran de Torres por las páginas más bellas de Adiós Hogar. Así, sólo así, podría explicarse la metáfora de este escritor invisible, desconocido en Venezuela por “yugoslavo” e ignorado en Mostar por venezolano.
2 Salvador Prasel no escribía en serbo-croata. Ni siquiera escribía en castellano. Sin saber lo que hacía, o sabiéndolo muy bien, inventó una lengua, el venezolano pensado en centro-europeo. No conoció a Miroslav Krezla ni a Danilo Kiš, ni siquiera se tomó una cerveza con Izet Sarajlic, pero la última vez que Prasel estuvo en Mostar ellos fueron a despedirlo a la estación. Víctimas todos de una diáspora verdadera, Kiš confesó que iría a París a buscar la enciclopedia de los muertos, Krezla manifestó su deseo de permanecer y convertirse en un escritor nacional y Prasel dijo que primero iría a Viena a vender preservativos, pero que luego quizás recalaría en Venezuela. Sarajlic también se quedó: nunca vendió nada ni ganó el Premio Nobel, sólo asistió al espectáculo de las bombas destruyendo Sarajevo otra vez, una y otra vez.
3 Su verdadero nombre era Salvador Praselj, no Salvador Prasel, pero no hay testimonios suyos al respecto. Sus hija Adriana dice que fue él mismo quien ejecutó la amputación. Frente a su esposa Nevena, agarró una tijera e hizo desaparecer la jota de su cédula.
-Sólo así podré publicar en Venezuela.
La versión de Giuseppe Petrola, un italiano que vivió durante 28 años en Caracas y que dice haber llegado en el mismo barco de Prasel, es absolutamente diferente. Según él, los funcionarios venezolanos que los recibieron en La Guaira eran sumamente descuidados y no pusieron mayor atención a la hora de rellenar los formularios de entrada.
-A mí me pusieron otra ele en el apellido, Petrolla. Quizás fueron ellos quienes le quitaron la jota a Salvador Praselj.
4 Los preservativos de Prasel se acabaron en Viena y, una vez llegado a Venezuela, no dejó pasar ningún concurso de literatura sin enviar sus textos. Así publicó sus libros: Apartamento 22 (1969), Adiós Hogar(1971), Mitin (1973), Máxima Culpa (1975). Enviaba y ganaba. El concurso Arde de novela corta (1970), el Premio Literario Asociación Pro-Venezuela (1974) y el Municipal de Literatura (1981). Quizás se parecía al Sensini del cuento de Roberto Bolaños, pero es imposible saberlo: de Sensini no existe ninguna foto y el rostro de Salvador Prasel sólo ilumina la contraportada de dos de sus libros. Máxima Culpa lo presenta como un hombre aunque calvo jovial, con bigotes blanquecinos y lentes de pasta. Ya en Mitin, Salvador Prasel aparece ante nuestros ojos como un señor más canoso, igual de calvo, con los mismos lentes, pero de chaqueta y corbata.
5 Salvador Prasel es, sin duda, el personaje menos conocido de sí mismo. De allí su invisibilidad. Otros personajes suyos, sin ser ruidosos, no gozan de este don. Éste es el caso de Mirco Stanichich, un primo menor del Franz Biberkopf deBerlin Alexanderplatz. Él es la voz del mar narrativo de Adiós Hogar. Un soldado de Ante Pavelic, el lado malvado de la historia, nunca un guerrillero partisano, el más simpático vendedor de preservativos de Viena. Todos le tenían miedo porque luego convertía los recuerdos en novelas. No le importaba que en ellos apareciera Hitler o el hambre de algún campo de refugiados. Nacido en una tierra que nunca conoció amnistías, él tampoco las hizo. Y lo recordaba todo. Por eso lo odiaban. Él, en cambio, sólo odiaba a los curas y a sus paisanos hipócritas, sólo a los hipócritas. Contaba las cosas de todo el mundo. El sudor amargo de los inmigrantes al llegar a Venezuela. El sol terrible de El Trompillo. Surrealista, habla de un gobierno en el exilio: un grupo de inmigrantes centroeuropeos, perdedores todos de la Segunda Guerra, que llegan a Venezuela y, en las calles de El Silencio y Sábana Grande, en la Colonia Psiquiátrica de Bárbula, continúan respetando la jerarquía de un fugaz gobierno bajo las órdenes del Tercer Reich y se llaman Presidente, Embajador, Ministro, General, a pesar de que ni siquiera son dueños del pequeño local que les permite reunirse. Arrodillado ante sus restos, hurgando en la basura como si se tratara de un perro, Mirco Stanichich no habla con acento. Todo lo contrario, escribe en caraqueño. Mostar era para él otro estado de Venezuela y cada vez que alzaba la voz una de las facciones del club yugoslavo lo perseguía para matarlo. El problema era que un burócrata, no importa que esté en el exilio, no sabe distinguir un autor de su personaje. Por eso apuntaban directamente hacia Salvador Prasel y, cuando se acababan las balas o las intimidaciones, comenzaban a hablar mal. “No vayas a visitarlo, no te conviene”, decían simplemente cuando alguien mostraba interés en sus textos. Así, Salvador Prasel tampoco podía ser un escritor de éxito entre sus paisanos en el exilio y repetir al Nabokov de los años berlineses. No era su voz, no era la voz de nadie.
6 Por eso los nombraba a cada rato. En los textos y en las confesiones. Una vez hizo una confesión tan larga que luego el cura la convirtió en novela: Máxima Culpa. En ella, otro primo de Biberkopf taladra las orejas de un sacerdote con todos sus pecados. Se trata de Max Balbek. A través de su boca Salvador Prasel cuenta el éxodo de Viena bajo el bombardeo aliado, el bautizo ortodoxo, la vida católica por decisión propia, permitida por los padres, la estancia en Venezuela sudando, comiendo frijoles y viendo los goles de Pelé en el mundial de México. Yo estaba leyendo sus palabras cuando intenté conocerlo. Un amigo me había dado su teléfono y yo por meses lo había abrumado con mis llamadas. Llevaba algunas cartas por traducir y muchas dudas. Además, sus libros, quizás para que los autografiara. Llamé al intercomunicador y, mientras esperaba, sentí que alguien pasaba a mi lado pero no logré ver nada. Luego una niña me dijo que su abuelo, Salvador Prasel, había muerto, que acababa de morir.
7 Sus libros forman parte permanente de mi biblioteca. Ningún periódico dio la noticia de su muerte en 1991 ni en 1992. Tampoco en 1990 ya que murió el 23 de Agosto de ese año. Venezolano en Mostar y “yugoslavo” en Caracas, no era de ninguna parte. Nadie lo conoció y sus novelas a veces se consiguen en los remates. Era Salvador Prasel, el escritor invisible.
© Slavko Zupcic 2002
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid
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De 1978 a 1988, el Gran Café de Sabana Grande en Caracas, sufrió un mar de transformaciones. La llegada del Metro decretó la muerte lenta y dolorosa de grandes tertulias literarias, que los sábados en la mañana se agrupaban cerca de la Libreria Suma y del gran restaurant de pastas de Da Sandra, donde los integrantes de la República del Este hacian de las suyas.
En una de esas tertulias compuesta por una servidora, Benigno Nieto (poeta cubano exilado), Arturo Ginestá (ejecutivo de la IBM contaminado por la literatura), Oswaldo Trejo (narrador narrado), Fausto Masó (editor por aquellas épocas), Arturo Garbizu (librero de amplia data) y un sin fin de artistas y bohemios que se rotaban sin piedad sábado a sábado, en una de aquellas inolvidables y evanescentes tertulias, conocí a Salvador Prasel.
Era por definición un serio señor Yugoslavo (antes de Bosnia y Herzegovina), que vendía seguros para ganarse la vida, pero que escribía novelas como un vicio secreto. Era un hombre afable y caballeroso venido como de otros tiempos, de alma dividida como bien lo describe Slavko en su crónica, alguien que ganaba premios y menciones, que escribía sin parar, pero que no lograba hacerse visible para el cerrado y esquizofrénico patio literario del país, que aún no ha cambiado. Pero la pasión lo consumía, escribía y escribía y mostraba sin pudor los cuentos y capítulos de novela que iba enhebrando, a todos cuantos estabamos presentes a su alrededor.
Aquellas tertulias solían acabar a golpe de mediodía, donde se decidía si se prolongaba el coito literario en Da Sandra, o en un tranquilo y sencillo restaurant persa llamado Soledad, que era famoso por matar el hambre de los estudiantes ucevistas de la época, y de los bohemios arruinados del Gran café. Llegada esa hora, Salvador se despedía puntualmente, porque en casa lo esperaba el almuerzo familiar de los sábados con su mujer y sus dos hijos, con platos que llevaban aromas de su lejana tierra, y otros marcados por la ascendencia húngara de sus abuelos maternos.
Hasta el sábado siguiente, Salvador desaparecía amablemente, entre la muchedumbre común y ajena a los intersticios de la Literatura y sus mundos imaginarios. Siempre me lo imaginé, en medio de la noche callada, atado a un pequeño escritorio gris de ministerio del que me había hablado, iluminado con una sencilla lámpara de los años de la segunda guerra mundial, escribiendo a mano en cuadernos Caribe de una sola raya, los recuerdos y caminos de sus sencillos y humanos personajes, que poblaban sus novelas escritas en el Caribe que le dio refugio. Nunca se hizo famoso, pero ganó el mejor premio de todos: Vivir eternamente en el corazón de los escritores que lo quisimos, desde donde regresa de vez en cuando, para recordarnos que no escribimos "para los otros", porque eso siempre será ingrato, si no que escribimos para "hacer alma".
Mharía Vázquez Benarroch.
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