Un bolero llamado Caracas
Gustavo Valle
Desde que la conozco no ha dejado de travestirse una y otra vez, siempre sumida en una desaforada carrera hacia la metamorfosis y el cambalache.
Si Caracas se viera en un espejo se reiría. Y se reiría con la risa de los fumadores, esa risa cavernosa pero entrañable que tienen los enfermos más queridos. Frente a un espejo (deformante) se alargaría, se achicaría, y en esas imágenes ominosas se identificaría mejor.
Caracas ha crecido pero no sé muy bien cómo, ni hacia dónde. No se ven muchos edificios nuevos, tampoco muchos edificios viejos, las autopistas son las mismas, las calles atestadas de carros son iguales de estrechas y ruidosas. Pero algo ha crecido, algo se desborda. La temperatura, por ejemplo, ha recalentado todos los rincones. Hasta en los balcones se siente la ráfaga de este aire tibio. Los vientos que entraban por Petare ya no soplan, se han desviado hacia otros corredores. Yo respiro un aire flojo que parece venir del subsuelo, atravesar el asfalto y bailar con los motores.
Caracas es una ciudad pulmonar. Hay ciudades visuales, como París; óseas, como Roma; estomacales, como Calcuta. Pero Caracas es alveolar y neumática. Tiene la consistencia del humo, y siempre parece estar metida dentro de una bruma diferente al smog. Por eso es difícil definirla, limitarla. Hasta sus avenidas mejor trazadas parecen perderse en un más allá de buhoneros y tránsito automotor. No se trata de un Londres versión caribe -a pesar de que abundan los asesinos de rubias. Es una bruma mental, como si aquel efecto hormigueante de la vista permaneciera siempre en los ojos de quien la visita. Lo mismo ocurre cuando la vemos de lejos, desde lo alto del Ávila. Allá abajo luce irregular y moteada, metida entre árboles, trepando los cerros aledaños, expandiéndose sin orden bajo una tenue nube gris.
Y se exhibe, se desnuda, lo muestra todo. Desde los refulgentes edificios espejados hasta sus rincones repletos de basura; desde las emperifolladas amas de casa del este hasta sus más escandalosos asesinatos. Desvergonzada, le gusta el piropo fácil, y el maquillaje la hace delirar. Luce siempre vestiditos nuevos. Le gustan los colores chillones que la mantengan alegre, porque si algo es cierto es que Caracas es una ciudad alegre. Evita la melancolía a toda costa, le huye a la tristeza como si se tratara de la peste y todos los caraqueños estamos dispuestos a morir (y también a matar) antes que ponernos tristes.
Yo pensaba que su ritmo era veloz, trepidante, frenético. Yo creía que no había otra ciudad más abismada en su loco andar atolondrado, pero me equivoqué. Su velocidad es sólo aparente, su vertiginosa marcha es apenas un simulacro. No se mueve: se menea. Hija del caribe al fin, su velocidad es amortiguada. Sus espléndidos atascos la lentifican, la poca resolución de sus funcionarios la frenan. Y es que no hay prisa —y esto desespera. Se confundió la desesperación con la prisa y todos los caraqueños nos convencimos de que vivimos en una ciudad trepidante, como si esto fuera sinónimo de algo bueno, porque a Caracas, entre otras cosas, le gusta compararse.
De noche, tiene la facha de una mujer que ha visitado numerosos quirófanos. Como las vedettes que han invertido sus años entre el baile y el whisky, y ya de viejas recuperan el tiempo entregándose a la liposucción o aplicando a sus nalgas suficiente silicona.
Y es que Caracas es una ciudad fragmentada hasta en la posibilidad de su dicha. Y si pensamos en un orden, una estructura lógica no estaremos pensando en Caracas sino en su sueño. Un sueño que duerme hace muchos años, colgado de una hamaca a mil metros de altura.
Todos me dicen: no vayas al centro y si vas no te vistas así, llévate un bluyinsito roto, una camisa vieja, nada de relojes porque te los quitan, cuidado con la esquina caliente, y cosas así. Pero a mí me encanta ir al centro. Yo trabajé muchos años en el centro. Siempre me gustó el centro, la confusión del centro, la energía tanática del centro, la periferia del centro. Y es que es tan caótico que da ternura ver cómo es imposible que la gente se ponga de acuerdo: buhoneros, carros, peatones, se mezclan en un asfixiante merengada. Le dicen centro pero en realidad es un extrarradio. Es un centro que está al margen de todo: de la ley, de la razón, de la ciudad misma. O mejor: es otra ciudad. La más real de todas. Al estar en el centro de Caracas el resto parece una invención increíble. El este: la isla de la fantasía. Yo amo el centro de Caracas porque es tan real que da miedo. Yo amo el centro porque allí ocurren cosas incomprensibles.
Hubo quien dijo que Caracas no existía, no tenía memoria, que al estar en continuo cambio nunca llegaba a ser nada, y su paisaje era la suma de edificaciones pasajeras, casas derruidas y vueltas a levantar, negocios que cambian de ramo, de nombre, quiebran, cierra sus puertas y después abren bajo otro signo con distinta mercancía. Por eso no es fácil reconocerla, vive en un carnaval de nuevas situaciones y siempre se quita la máscara para ponerse otra: se disfraza de Nueva York con sus edificios acuchillados, o luce la aristocrática alfarería de Bogotá, o se inventa los centros comerciales de Miami, o levanta lenguas de asfalto tipo Los Angeles, o se repleta de buhoneros como en los zocos de El Cairo y reproduce los niños de la calle que abundan en Calcuta.
Caracas es una ciudad emocional. Pero no se trata de una geografía romántica, ni de la postal donde dos manos se entrelazan sobre un fondo de calles remozadas, ni del paisaje de la pasión urbana que Robert Doisnue ha imantado en nuestras pupilas. Caracas es emocional porque no logra controlarse, y está abandonada al juego caprichoso de sus mortales contradicciones. Caribeña, pero a mil metros de altura; moderna y pueblerina; frenética y a la vez lenta en una combinación que desquicia; seductora y ríspida. Como una amante perpleja y también desesperada, deja de ser ella misma para ser siempre otra, un poco más canalla y atractiva, encantadoramente patética, y en ese tránsito se desvanece y se convierte en algo extraño, incluso para sí misma.
* Fragmento del texto homónimo publicado en La paradoja de Itaca.
Si Caracas se viera en un espejo se reiría. Y se reiría con la risa de los fumadores, esa risa cavernosa pero entrañable que tienen los enfermos más queridos. Frente a un espejo (deformante) se alargaría, se achicaría, y en esas imágenes ominosas se identificaría mejor.
Caracas ha crecido pero no sé muy bien cómo, ni hacia dónde. No se ven muchos edificios nuevos, tampoco muchos edificios viejos, las autopistas son las mismas, las calles atestadas de carros son iguales de estrechas y ruidosas. Pero algo ha crecido, algo se desborda. La temperatura, por ejemplo, ha recalentado todos los rincones. Hasta en los balcones se siente la ráfaga de este aire tibio. Los vientos que entraban por Petare ya no soplan, se han desviado hacia otros corredores. Yo respiro un aire flojo que parece venir del subsuelo, atravesar el asfalto y bailar con los motores.
Caracas es una ciudad pulmonar. Hay ciudades visuales, como París; óseas, como Roma; estomacales, como Calcuta. Pero Caracas es alveolar y neumática. Tiene la consistencia del humo, y siempre parece estar metida dentro de una bruma diferente al smog. Por eso es difícil definirla, limitarla. Hasta sus avenidas mejor trazadas parecen perderse en un más allá de buhoneros y tránsito automotor. No se trata de un Londres versión caribe -a pesar de que abundan los asesinos de rubias. Es una bruma mental, como si aquel efecto hormigueante de la vista permaneciera siempre en los ojos de quien la visita. Lo mismo ocurre cuando la vemos de lejos, desde lo alto del Ávila. Allá abajo luce irregular y moteada, metida entre árboles, trepando los cerros aledaños, expandiéndose sin orden bajo una tenue nube gris.
Y se exhibe, se desnuda, lo muestra todo. Desde los refulgentes edificios espejados hasta sus rincones repletos de basura; desde las emperifolladas amas de casa del este hasta sus más escandalosos asesinatos. Desvergonzada, le gusta el piropo fácil, y el maquillaje la hace delirar. Luce siempre vestiditos nuevos. Le gustan los colores chillones que la mantengan alegre, porque si algo es cierto es que Caracas es una ciudad alegre. Evita la melancolía a toda costa, le huye a la tristeza como si se tratara de la peste y todos los caraqueños estamos dispuestos a morir (y también a matar) antes que ponernos tristes.
Yo pensaba que su ritmo era veloz, trepidante, frenético. Yo creía que no había otra ciudad más abismada en su loco andar atolondrado, pero me equivoqué. Su velocidad es sólo aparente, su vertiginosa marcha es apenas un simulacro. No se mueve: se menea. Hija del caribe al fin, su velocidad es amortiguada. Sus espléndidos atascos la lentifican, la poca resolución de sus funcionarios la frenan. Y es que no hay prisa —y esto desespera. Se confundió la desesperación con la prisa y todos los caraqueños nos convencimos de que vivimos en una ciudad trepidante, como si esto fuera sinónimo de algo bueno, porque a Caracas, entre otras cosas, le gusta compararse.
De noche, tiene la facha de una mujer que ha visitado numerosos quirófanos. Como las vedettes que han invertido sus años entre el baile y el whisky, y ya de viejas recuperan el tiempo entregándose a la liposucción o aplicando a sus nalgas suficiente silicona.
Y es que Caracas es una ciudad fragmentada hasta en la posibilidad de su dicha. Y si pensamos en un orden, una estructura lógica no estaremos pensando en Caracas sino en su sueño. Un sueño que duerme hace muchos años, colgado de una hamaca a mil metros de altura.
Todos me dicen: no vayas al centro y si vas no te vistas así, llévate un bluyinsito roto, una camisa vieja, nada de relojes porque te los quitan, cuidado con la esquina caliente, y cosas así. Pero a mí me encanta ir al centro. Yo trabajé muchos años en el centro. Siempre me gustó el centro, la confusión del centro, la energía tanática del centro, la periferia del centro. Y es que es tan caótico que da ternura ver cómo es imposible que la gente se ponga de acuerdo: buhoneros, carros, peatones, se mezclan en un asfixiante merengada. Le dicen centro pero en realidad es un extrarradio. Es un centro que está al margen de todo: de la ley, de la razón, de la ciudad misma. O mejor: es otra ciudad. La más real de todas. Al estar en el centro de Caracas el resto parece una invención increíble. El este: la isla de la fantasía. Yo amo el centro de Caracas porque es tan real que da miedo. Yo amo el centro porque allí ocurren cosas incomprensibles.
Hubo quien dijo que Caracas no existía, no tenía memoria, que al estar en continuo cambio nunca llegaba a ser nada, y su paisaje era la suma de edificaciones pasajeras, casas derruidas y vueltas a levantar, negocios que cambian de ramo, de nombre, quiebran, cierra sus puertas y después abren bajo otro signo con distinta mercancía. Por eso no es fácil reconocerla, vive en un carnaval de nuevas situaciones y siempre se quita la máscara para ponerse otra: se disfraza de Nueva York con sus edificios acuchillados, o luce la aristocrática alfarería de Bogotá, o se inventa los centros comerciales de Miami, o levanta lenguas de asfalto tipo Los Angeles, o se repleta de buhoneros como en los zocos de El Cairo y reproduce los niños de la calle que abundan en Calcuta.
Caracas es una ciudad emocional. Pero no se trata de una geografía romántica, ni de la postal donde dos manos se entrelazan sobre un fondo de calles remozadas, ni del paisaje de la pasión urbana que Robert Doisnue ha imantado en nuestras pupilas. Caracas es emocional porque no logra controlarse, y está abandonada al juego caprichoso de sus mortales contradicciones. Caribeña, pero a mil metros de altura; moderna y pueblerina; frenética y a la vez lenta en una combinación que desquicia; seductora y ríspida. Como una amante perpleja y también desesperada, deja de ser ella misma para ser siempre otra, un poco más canalla y atractiva, encantadoramente patética, y en ese tránsito se desvanece y se convierte en algo extraño, incluso para sí misma.
* Fragmento del texto homónimo publicado en La paradoja de Itaca.
(TOMADO DE www.hermanoschang.blogspot.com)
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